La Bella Durmiente

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Estaba sufriendo alucinaciones tales que ya había perdido todo contacto con la realidad. No sabía cuánto tiempo había pasado para ella desde que había dejado de ser Charlotte y era en su lugar una princesa de un lejano reino de fantasía con hadas madrinas, unicornios que bendecían a las vírgenes y educados príncipes batiéndose en duelo por su mano. En verdad, ya no tenía noción alguna del tiempo. El tiempo para ella no era más que un líquido que resbalar entre sus delicados deditos rosados, un líquido de miles de colores y transparente a la vez. No estaba sola, al menos, en ese mundo, y está princesa estaba acompañada por sus propias hadas madrinas que la cuidaban:

La primera era un hombre que tenía la forma de una manzana, una voz que sonaba como el sonido de un ratón de dibujos animados y que vestía los ropajes más exóticos y coloridos de todas, incluso puede que rayando en lo hortera, casi como un bufón. La princesa había concluido que debía ser de los más cercanos a la familia real, porque solía sacudirla y tomarla en brazos, y aunque no entendía lo que decía, suponía que se preocupaba por ella. Es decir, ¿por qué sino iba a llorar tan obviamente cada vez que dejaba más y más claro que ya apenas quedaba nada de Charlotte en su tierna cabecita? Solía repetir una y otra vez que por favor, la sacasen de la torre, o al menos de su sopor. Suplicaba y suplicaba, pero no tenía respuesta. Ya casi había pasado cien años implorando lo mismo, sin ningún tipo de resultado.

La siguiente hada no hablaba. Tenía la boca cubierta por lo que, creía, era un delicado encaje blanco. De vez en cuando se volvía un tosco pañuelo gris, pero no importaba. Por algún motivo, este hada era una mujer gris. Gris cubriendo su pelo, gris incrustado en su piel, grises las lágrimas que caían por sus mejillas. Parecían cenizas. No tenía tampoco manos, o al menos la princesa nunca las vio, atadas como estaban tras su espalda, y sus piernas eran una sola atadas por cuerdas que no veía. A la princesa le parecía que ese hada también tenía que ser cercana a los reyes, incluso puede que a ella misma. Al menos, eso podía inferirse de sus gruñidos que cesaban en cuanto llegaban las otras dos hadas.

A ella tampoco le gustaban esas otras hadas. Bueno, a decir verdad, una le daba un sentimiento más cercano al sufrimiento que al mero rechazo. Se sentía decepcionada, entristecida e incluso rabiosa al verla; pero lo que más sentía era miedo. Por alguna razón, la veía de color rojo, un rojo intenso e irreal que deformaba una forma más animal que humana, como la de una bestia feroz, un lobo del folklore de antaño. Las dos hadas buenas le temían, eso estaba claro, y la princesa también. No podía recordar claramente historias como la Bestia de Gévaudan o los lobos de Soissons y de Ansbach con todo lujo de detalles, mucho menos el rico folklore francés en torno a la figura del licántropo, o Loup-Garou, que su abuela les había enseñado desde pequeñita; sí que podía adivinar, sin embargo, que ese hada asesinaba y devoraba a sus víctimas. Por algún motivo, no estaba sorprendida por ello.

Pero la peor, y bien podía notarlo, era la última de ellas, el nada malvada a la que nadie le puso cubierto. Si la primera hada era multicolor, la segunda gris y la tercera roja, esta no tenía color alguno. No, no era de color negro o blanco; cuando la princesa decía que no tenía color quería decir exactamente eso.  Ese último hada, de forma femenina, era un total y absoluto vacío que absorbía todo lo bueno a su alrededor: el hada multicolor se decoloraba ante ella, volviéndose tan pequeñito como un ratón; el hada gris se rompía en mil pedazos con forma de lágrimas en torrente, y la roja... ¡Ah, la roja! La roja se volvía negra de ira y dolor, cual animal herido y enjaulado que vea su captor con látigo en mano. A la princesa no le gustaba ese hada, no le hacía falta ver su cara para sentir su absoluto desdén hacia ella y el mundo. Solo la había tocado una vez con la punta del zapato, y la princesa había actuado tal como sus auténticas hadas madrinas le habían pedido, sin moverse y sin hacer un solo ruido, incluso conteniendo la respiración. El hada sin color la había ignorado, y algo le decía que era lo mejor,  incluso si—por algún motivo que ya no alcanzaba a entender—quería revelarse y atacarla cada vez que siquiera se acercaba a las otras tres, y sobre todo a la roja. Quién sabe por qué.

Quizá fue porque la había visto en acción.  Claro, en su estado mental no habría podido distinguir una auténtica cacería humana de una simple carrera entre amigos. Mucho menos habría podido distinguir un desmembramiento de un beso de amor, o entender que el rojo en el suelo no eran rosas. Sin embargo, sí podía entender que ella no era la única princesa en la habitación. Había otra, otra que había sido joven y hermosa, y que ahora yacía en el suelo dormida eternamente sin un príncipe que la salvara. El hada gris debía conocerla, porque era la que más lágrimas había derramado cuando fueron forzados a ver el espectáculo. ¿Cuándo había sido? ¿Y por qué le importaba? Ella también quería dormir, como la otra princesa, pero no podía, no la dejaban. ¿Por qué? Ya no sentía ni las manos ni las piernas, y tenía que hacer un esfuerzo para poder ver sus propias alucinaciones de manera clara. Sabía que la cabeza le dolía, incluso si tampoco la sentía por completo, y la lengua le pesaba tanto que no podía hablar. Realmente, poco le diferenciaba ya de la otra muchacha, ya tan pálida y fría.

Tal vez ya no podía recordar folklore o informe alguno, ni tampoco quién era esa gente o por qué deberían importarles o por qué les importaba. Tal vez ya no sabía ni su propio nombre, ni recordaba su edad o su antiguo trabajo, pero sí había algo que sabía muy bien: iba a morir. Si el lobo no volvía a atacar bajo órdenes de tan despiadada dueña, su propia imaginación la consumiría en un sopor eterno. Al menos, esperaba que fuera agradable.

Cuentos de la Comisaría 23Where stories live. Discover now