Ricitos de Oro

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Borislav Azárnovich Medvedev era conocido por ser un hombre elegante. Gustaba de comer los mejores y más exóticos platos servidos en vajilla de plata y porcelana, su palacete de mediados del siglo XIX era el más grande e impoluto, sus trajes eran realizados a medida por un sastre que había ordenado traer desde Roma y si por él hubiera sido, habría subido su colchón viscoelástico a su jet privado para las vacaciones. Solo pensar que tendría que apoyar su preciada espalda en el raído y sucio camastro de una vieja cabaña en medio del bosque le ponía los pelos como escarpias.

Pero qué iba a hacerle. Al fin y al cabo, el viaje no era para él. Tras él, una pequeña niña de pelo claro colocaba su mochila en forma de rana sobre la litera que ocuparía por un mes. Aún tenía cierta tristeza tras sus ojos al apearse en la cama, y aunque su abuelo quiso decirle algo, la mirada vacía de Masha lo desanimó. Borislav la imitó y se sentó en la litera baja con un suspiro. Un San Bernardo tan grande como un oso, Mishka, se acercó a su amo y ladró con fuerza, obteniendo caricias a cambio. Por un segundo pareció que Masha mostró interés en el animal, asomándose desde su posición, pero inmediatamente volvió a observar el techo como si fuese la cosa más interesante del mundo.

Los últimos meses no habían sido nada fáciles. En el accidente automovilístico, Borislav había perdido un hijo y una nuera, y eso ya era demasiado para él, pero Masha había perdido a sus padres. Ahora además, temía perderla a ella también. Su nieta se había cerrado en banda completamente, perdiéndose en su mundo interior e ignorando todo intento de conectar, de sacarla de ese tortuoso laberinto, por parte de su abuelo. Había mandado que le fabricaran bellas muñecas y casas para estas, la había regado con peluches y caramelos y ahora una gran sala del palacete estaba destinada a los juegos que los mejores cuidadores podían garantizar. Nada parecía hacerla reaccionar.

No quería acostumbrarse a esto, pero fue inevitable. Sin embargo, por eso mismo, pudo averiguar un detalle mínimo que tal vez podría ayudarla a salir. Según sus tutores, Masha, aunque callada, había mostrado gran nivel respecto a la lectura en otros idiomas. Algo de observación, y Borislav pudo comprobar que a su nieta le encantaban los cuentos, lo normal en alguien tan joven. Fueran de los hermanos Grimm, fueran los de Perrault, incluso algunos más desconocidos como los de Asbjørnsen y Moe, ella devoraba todos los libros que le traían. La táctica de los disfraces ya había fallado, pero... ¿y si la llevaba de viaje a algún lugar que le recordase a esos cuentos? A Masha le había parecido una gran idea, y no hubo más que hablar.

Su idea habría sido ir a algún lugar moderno como Baviera, por ejemplo, alojarse en un gran hotel y disfrutar de los servicios que una gran ciudad como Múnich pudiera ofrecer. Sin embargo, Masha se había encaprichado de aquel pueblecito de la Alsacia, y quería pasear en sus bosques, jugar con los peces en el río y dormir en casas tan cucas como las de la portada de un libro de cuentos con un dibujo en pasteles del lugar. Borislav había terminado aceptando, creyendo que podría así sacarla de su sopor, pero nada más subir al avión, Masha había vuelto a su estado depresivo habitual.

—Mariuskha, cariño, ¿qué te parece si salimos a dar un paseo por el bosque?—preguntó el abuelo en un intento por llamar su atención.

Masha se había dado la vuelta, al menos. Muy bajito susurró que sí, y con desgana se levantó y se preparó. Contagiado por su desgana, su abuelo se levantó lentamente, como con pies de plomo, le puso la correa al perro y los tres juntos salieron.

Era un día particularmente nublado, y las nubes trajeron malos pensamientos a la cabeza de Borislav. Había escuchado rumores sobre un asesino en serie, pero no había podido cancelar los billetes ni la reserva al final. Por esa misma razón, y sin que su nieta lo supiera, había preparado una pistola. Era una flintlock más de coleccionista que de verdadero peligro, y él no había tocado un arma desde su juventud y por pura obligación más que otra cosa, pero confiaba en que achantaría a cualquier atacante que encontrasen. También, además, tenía claro que no tendría que dejar a Masha ir muy lejos, no fuera a ser que en un descuido la niña no solo se topase con quién no debiera, sino que podría caerse al río, o podría perderse en el bosque. Él había oído que dos de cada diez personas que entraban en los bosques no salían...

Cuentos de la Comisaría 23Where stories live. Discover now