La Bella y la Bestia

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Escribo esto de mi puño y letra sin haber sufrido ningún tipo de presión alguna por parte de nadie.

Mi nombre es Bastien Lucien Arnault, aunque aquí soy conocido sencillamente como Bastien Lucien, pues así fue mi deseo al huir aquí. Como habrán podido deducir, la mía era una familia adinerada y relativamente tradicional, no permitiendo las uniones fuera de una riqueza igual o superior a la nuestra. Obviamente, casarme jamás fue uno de mis intereses de infancia, de modo que crecí inicialmente en un muy buen entorno sin tener que preocuparme por nada más que si mi sopa era servida muy caliente o no. A tan tierna edad tenía yo bastantes amigos, que pese a efectivamente proceder de un estrato similar al mío, no dudaron en darme la espalda cuando pasé a ser sencillamente Bastien Lucien, pues al igual que mi propia familia, más tarde descubriría para mi desgracia,que solo esperaban de mí que fuese un heredero que acaba metido en política como "un hombre hecho a sí mismo" de cuyo brazo anciano cuelga alguna belleza extranjera que espera lentamente a mi muerte para heredar el mayor dinero posible. Poco les importaron mis razones para huir e intentar hacer algo con mi vida, por pequeño que fuera, y ahora no hago sino arrepentirme de haber perdido mi tiempo con ellos. Por supuesto, entonces yo no era consciente de las maquinaciones de sus crueles cabezas, y una parte de mí quiere creer que al menos aquellos con los que jugaba en el gran jardín de la mansión de mis padres tampoco. Quiero creer que hubo un momento en que su cariño fue sincero, incluso si lo dudo. Quiero creer que mi infancia fue uno de los períodos más felices de mi vida, aún cuando las circunstancias de esta han hecho que esta se sienta lejana y extraña, como si la hubiese experimentado otra persona.

No habría sido extraño. El primer golpe que me llevé fue el que me hizo comprender que el dinero no lo puede todo—pese a lo idealizado de mi niñez, estoy seguro que era el arquetipo de niño rico repelente—: mi madre falleció en un accidente de tráfico, sumiéndome en una profunda tristeza y un más profundo silencio que debieron preocupar profundamente a mi padre. Él decidió entonces, supongo que por amor paterno-filial, supongo que para que su único heredero no se volviera loco, enviarme a vivir un tiempo con una prima de mi madre, la dama Agatha, y sus dos hijas, unas malvadas criaturas de cuya innata crueldad solo me di cuenta demasiado tarde, cuando comprendí que la criada a la que maltrataban física y psicológicamente no era otra que la hija del duodécimo marido de Agatha. Ella consiguió escapar algún tiempo después, haciendo que los ojos verdes de la víbora se fijasen en mí, aunque tardé también en darme cuenta de ello. No la voy a juzgar muy duramente, yo también terminé huyendo sin pensar si el reinado de crueldad de Agatha y sus hijas se extendería a otra persona.

Y es que hubo un hecho que me cambió la vida por completo. A diferencia de la hijastra prófuga, a mí no me pusieron a trabajar para ellas como sirviente, ni tampoco me quemaban los brazos con cigarrillos cada vez que percibían un más mínimo error. No, yo era, al fin y al cabo, un heredero, un igual a sus retorcidos ojos, y salvo que mi padre me desheredase tras contraer segundas nupcias y decidiera que prefería a sus hijastros o hijastras, no podían ponerme un dedo encima. Así pues, en un principio parecieron tratarme bien, ocultando sus intenciones perfectamente. No entraré en detalles más que cuando Agatha entró en mi habitación lo hizo sin mi consentimiento.

Aún recuerdo que vomité después, y recuerdo el baño al más mínimo detalle, desde el espejo con decoraciones doradas hasta el olor del jabón a algodón de azúcar, pasando por el frío retrete y la gran bañera de mármol rosa. Agatha se convirtió en mi mayor temor, y ella lo sabía y se aprovechaba perfectamente de ello. No hablé de esto con nadie del entorno, en su lugar, la propia Agatha decía que me estaba quedando más y más delgado porque jugaba más al tenis o porque estaba probando una nueva dieta. Nadie trató nunca de averiguar qué me sucedía, y yo me veía incapaz de comunicar lo, dejando a ese monstruo volver una y otra vez a mí. Así fue durante años. Incluso llegué a pensar que tal vez ella me quería de verdad y esa era su forma de demostrarlo, que el culpable era yo por no disfrutarlo como se supone que todos los demás lo hacían. Alguna que otra vez pensé en terminar con mi vida ya que no veía otra solución, pero por desgracia la misma Agatha—o alguna de sus hijas, poco más que una extensión de su persona—era siempre quien me encontraba con un bote de pastillas vacío o sujetando la cuchilla peligrosamente cerca de mi muñeca. No, ni siquiera en las lujosas partidas de caza conseguía librarme de ella, pues ella es aficionada a ese deporte y se encargaba muy bien de que no estuviera nunca armado sin su supervisión. Maldito demonio del Averno... Y eso no fue lo peor, no.

Cuentos de la Comisaría 23Where stories live. Discover now