Rapunzel

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Despertó en una habitación que no le era desconocida, por desgracia. Era redonda, de paredes de ladrillo y piedras ya viejas y cubiertas de musgo que se extendía por el suelo donde ella estaba. Un cuco ululó desde alguno de los numerosos nidos del techo, asustándola todavía más. Una vez superado el estupor inicial, se puso en pie rápidamente, comprobando si alguna rata u otro animal la había mordisqueado. No encontró ninguna marca en sus manos o sus antebrazos, dándole un respiro más que mínimo, pero dado su gran terror fue un gran alivio. Solo faltaba que fuera a contraer la rabia a estas alturas...

Bueno, si no era la rabia, sería una neumonía. El frío viento nocturno se coló silbando por los huecos de las paredes, provocándole un escalofrío. Se abrazó a sí misma, intentando retener algo de calor corporal, y miró alrededor, esperando estar sola. Tenía la boca seca como el desierto. Aún recordaba el ataque, y cómo lo había sobrevivido, pero en un momento todo se había vuelto negro, y ahora comprendía por qué: le debían haber golpeado la cabeza—la cual aún le dolía, y seguramente si toqueteaba su cabeza rubia encontraría algún chichón—y se había desmayado. Ahora su potencial asesino la había dejado  allí tirada, posiblemente yendo a cazar otras presas y dejándola a ella como el plato fuerte de la noche.  Los ojos se le llenaron de lágrimas, y peegó un grito tan alto como le dejaban los pulmones, y ahí notó un pinchazo en el costado. Tenía la ropa destrozada, así que pudo ver un vendaje muy rudimentario manchado con sangre ya seca y oscurecida por el tiempo. Tenía más vendas en la pierna izquierda, en el muslo, que ardía y escocía como el demonio. Apostaba su reino a que seguramente se habría infectado; recordaba el mordisco, como los dientes se habían clavado en su carne y como él, como monstruo, se había sacudido intentando arrancársela. Los microbios en los labios, dientes y saliva habrían encontrado buen campo de cultivo en su herida.

En ese momento había conseguido golpearlo, e iba a haber sacado la pistola—aunque sabía que no podría dispararle, nunca hubiera podido—para hacerle entrar en razón, pero era entonces cuando la habían golpeado. Y sabía quién. Qué ilusa había sido, pensando que no la atacarían. Su temor y dolor se combinaron con tristeza, con el sentimiento de traición y ser traicionada, y volvió a caer en el suelo, abrazando sus rodillas en un vano intento de reconfontarse. Así permaneció un rato, hasta que escuchó ruido provenir de debajo del suelo. Su instinto más animal le pedía que gritase pidiendo ayuda, pero su conciencia racional le hizo cuestionarse si no sería aquel el asesino. Tragó saliva con fuerza para contener sus gritos, y en su lugar se acostó en el suelo con la oreja pegada a él. Por un momento solo podía oír los latidos de su corazón desbocado retumbando en su cráneo y su respiración pesada. La herida del costado ahora dolía mucho más, haciéndole pensar que probablemente tendría un traumatismo en ella. Apretó los dientes, y trató de centrar la mayor parte de su atención en los sonidos de la planta debajo de ella.

No hubo gritos, con lo que, o no era el asesino o su víctima estaba dormida, drogada, amordazada o incluso ya muerta. Escuchó voces, aunque en susurros ininteligibles y completamente en otro idioma. Tenía un cómplice, y sabía muy bien quién, una opción que la llenaba con todavía más ira y decepción. También escuchó un ruido, el de cadenas arrastrándose y sacudiéndose. Así que así era como contenía a la bestia, y la ropa larga que le quedaba claramente varias tallas más grandes cubriría las marcas. ¿Cómo había sido tan idiota para no darse cuenta? ¡Había tenido las pistas delante de sus narices todo este tiempo! Tal vez no podía, o mejor dicho, no quería pensar que estaba en peligro constante. Tenía que escapar, huir, avisar a la policía y encontrar a alguien que pudiera curar sus heridas. Se incorporó tratando de no hacer ningún ruido: diría que el Loup-Garou disfrutaba viendo a sus víctimas sufrir, sobre todo teniendo en cuenta que podría haberle arrancado la pierna perfectamente, tan menuda como era, pero había preferido sacudirla y destrozar su ropa como recordatorio de lo que le haría a su carne. Si no sabía que estaba despierta, tal vez no intentaría terminar lo que había empezado.

Analizó la sala. La única salida era un portón pesado, que no sabía siquiera si estaba abierto; y si lo estaba, seguramente desembocaría en la sala donde el asesino esperaba. ¿Encadenado? Solo era una suposición, tal vez las cadenas habían sido para recordarle quién mandaba realmente, y estaba libre. O también podría haberse liberado por sí mismo. No, no podía usar ese portón. Incluso si ya estaba durmiendo, el ruido que haría lo alertaría. El techo seguía tan cubierto de nidos como antes, y el frío seguía tan frío como antes. El frío... Localizó por dónde entraba la corriente: una ventana alta, quizá para dejar entrar a las palomas y aves de caza, o quizás un agujero que se había formado con el paso de los siglos. Tenía que trepar, y no podía permitir caerse, tanto por el ruido como la lesión. Sus ojitos se adaptaron mejor a la oscuridad,  localizando salientes que le permitían un ascenso más o menos posible, y una viga de madera a la que sujetarse al lado de la propia ventana. El muslo le dolía todavía más cuando, por el movimiento, rozaba los vaqueros, y los pinchazos en el costado iban a peor dadas las pequeñas acrobacias que hacía de un ladrillo a otro. No podía fallar, no podía fallar, se repetía una y otra vez. Estírate todo lo que puedas para agarrar la piedra, asegura el pie lo mejor posible, no pierdas el equilibrio. Tendría que haber hecho escalada con Jean-François. Quería llorar por el dolor y el miedo, pero se contuvo, y al final quiso llorar de alivio cuando por fin se aupó en la viga y pudo tomar algo de aire.

Se dio entonces cuenta de que estaba en una torre abandonada, y que estaba en la planta más alta. Por eso estaba ese ventanal ahí, estaba en el palomar. La caída la mataría, sin duda, o al menos la dejaría paralítica con suerte. Su esfuerzo había sido en vano. Reconoció a lo lejos el pueblo, tan lejos y tan cerca, con sus casitas de casa de muñecas, su castillo y su iglesia en el centro, el río con su molino dividiéndolo, las suaves colinas a lo lejos y los bosques rodeándolo. ¿La oirían si gritaba lo bastante alto? Ellos no, pero el asesino sí, se recordó. Así, asomada y de noche, y posiblemente por la pérdida de sangre y la infección, le pareció que su largo pelo Rubió crecía y crecía y tocaba el suelo. Eso no tenía sentido. Tampoco tenía sentido que la madera tuviera un tacto tan suave. Recordó con horror aquella supuestamente venenosa planta, el Malum Falsus, y miró la viga, cubierta de ese maldito hierbajo... A sus heridas y al asesino violento tenía que añadir envenenamiento. Estuvo más tentada que nunca de gritar o de tirarse al vacío, aunque no sabía si era la desesperación o el veneno haciendo efecto. Tampoco supo si lo que vio era real o no, pero no le importaba.

Jack el Cornuallés (o Jack el Inglés, para quienes no tenían interés en la geografía de este país) era bajo y rechoncho, mínimo cincuentón y con una voz y acento duros y chirriantes que eran reconocibles en todo el pueblo. No ayudaba que vistiera un chándal de los 80 y siempre estuviera canturreando en voz alta algún éxito del pop de los 90. Su presencia era fácil de detectar, y ella lo agradeció. No quería gritar, pero tampoco podía tirarse sin avisarle antes, así que dio una voz que hizo que su salvador diera un muy poco caballeroso grito en respuesta.

—¡Jack! ¡Ayúdame!

—Pero... Pero... ¡No es posible! ¡Estabas muerta! Ay, mi santa madre va a tener razón, y las malas acciones tienen consecuencias... ¡incluso en el mundo de los muertos!

—¡No estoy muerta, pero si no me ayudas podría estarlo! ¡El Loup-Garou está en esta torre!—Escuchó con horror pasos detrás del portón. La había escuchado, iba a por ella. Chiribitas rosas aparecían en su campo de visión.

—No estás vendiendo muy bien tu causa, no.

—¡Te pagaré! ¡Lo que quieras!—La puerta se abrió... Oh, y a él no le costaría nada llegar hasta ahí arriba...

—¡Pues venga, niña, salta!—Jack extendió los brazos y Charlotte saltó sin pensar, mientras su visión se oscurecía más y más tras todos esos colorines...

Ambos besaron el suelo, pero los brazos de Jack sirvieron para frenar bastante el impacto. El ladronzuelo le dijo algo, pero la cabeza le pesaba, y de todas formas veía la realidad distorsionada. Seguro, seguro había olido la pregunta en vez de oírla. De todas formas no hubo tiempo para más conversaciones: la puerta de la torre se abrió, revelando la identidad del asesino que dejó a Jack completamente anonadado. No tuvo tiempo siquiera a balbucear un "no es posible", ya que a él también le golpearon en la cabeza y cayó al suelo.

Charlotte se sintió como una pluma cuando la arrastraron de vuelta a la torre.

Cuentos de la Comisaría 23Où les histoires vivent. Découvrez maintenant