El Duque De Hastings

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El nacimiento de Peeta Joshua Arthur Mellark Basset, conde de Clyvedon, fue recibido con grandes celebraciones. Las campanas repicaron durante horas, hubo champán y todo el pueblo de Clyvedon dejó sus labores para unirse a la fiesta organizada por el padre.
-Éste no es un niño cualquiera -le dijo el panadero al herrero.
Y no lo era, porque Peeta Joshua Arthur Mellark Basset, era el heredero de uno de los ducados más antiguos y ricos de Inglaterra. Y su padre, el duque de Hastings, había estado esperando este había estado esperando este momento durante años.
Mientras se paseaba con su hijo en brazos frente a la habitación de su mujer, al duque no le cabía el corazón en el pecho de lo orgulloso que estaba. Había visto como a todos sus amigos engendrar herederos. Algunos habían tenido que ver nacer varias hijas antes de la llegada del esperado varón pero, al final, todos se habían asegurado la línea sucesora.
Pero el duque de Hastings no. A pesar de que su mujer había conseguido concebir cinco hijos, sólo dos de esos embarazos llegaron a los nueve meses y, en ambos casos, los niños nacieron sin vida. Después del quinto embarazo, todos los médicos comunicaron a los duques que no era aconsejable volver a intentar concebir. La vida de la duquesa corría peligro. El duque tendría que irse haciendo a la idea de que el ducado de Hastings dejaría de pertenecer a la familia Mellark.
La duquesa, en cambio, conocía perfectamente cuál era su papel y volvió a la búsqueda de un hijo.
Cinco meses después, la duquesa comunicó al duque que estaba embarazada. La euforia del primer momento quedó empañada por la firme decisión del duque de que nada, absolutamente nada, truncara este embarazo.  El duque no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Tendría ese hijo y el ducado quedaría en la familia Mellark.

Y, por fin, llegó la hora de la verdad. Todos rezaban por el duque, que tanto deseaba un heredero, y pocos se acordaron de la duquesa que, a medida que le había crecido la barriga, había ido perdiendo peso hasta quedarse en los huesos.
Además, aunque todo saliera bien, podía perfectamente ser una niña.
Cuando los gritos de la duquesa fueron más fuertes y frecuentes, el duque, entró en la habitación de su mujer. Todo estaba lleno de sangre, pero estaba decidido a estar presente cuando se conociera el sexo del bebé.
Todos se inclinaron para ver el fruto de los dolores y empujones de la duquesa y, entonces...
Y entonces el duque supo que Dios existía y que estaba con los Mellark. Cogió al niño en brazos y salió para enseñárselo a todo el mundo.
—¡Es un niño! —gritó—. ¡Un niño perfecto!
Y mientras los criados lo celebraran, el duque miró al pequeño conde y le dijo:
—Eres perfecto. Eres un Mellark. Y eres mío.
Mientras, la duquesa, que desde el parto no había dejado de sangrar, quedó inconsciente y, al final, falleció.

El duque lo sintió mucho por su mujer. Lo sintió con toda el alma. No la había querido, por supuesto, ni ella a él, pero habían mantenido una bonita amistad desde la infancia.
Dio órdenes de que cada semana hubiera flores frescas en su tumba, todo el año, y trasladaron su retrato del salón al vestíbulo, a un lugar prominente encima de la escalera.
Y luego el duque se dedicó a la tarea de criar a su hijo.
Obviamente, el primer año no pudo hacer casi nada. El bebé era demasiado pequeño para los libros de administración de las tierras y responsabilidades, así que lo dejó al cuidado de la niñera y se fue a Londres.
Visitaba Clyvedon de vez en cuando y, para el segundo aniversario de Peeta, regresó con la intención de encargarse personalmente de la educación del conde. Le había comprado un pony, una pistola para cuando fuera mayor y acudiera a la caza y había contratado a maestros para que le enseñaran todo lo que un hombre puede saber.
—¡Es demasiado joven para todo esto! —exclamó la niñera Hopkins.
—Bobadas —respondió el duque de un modo condescendiente—. Obviamente, no espero que se especialice en ninguna de estas materias en los próximos años, pero nunca es demasiado temprano para iniciar la educación de un duque.
—No es un duque —dijo la niñera.
—Lo será.
Hastings le dio la espalda y se agachó junto a su hijo, que estaba construyendo un castillo con unos bloques. El duque hacía meses que no iba a Clyvedon y quedó encanta do con lo mucho que Peeta había crecido. Era un niño sano y fuerte, de cabello castaño y ojo s azules.
-¿Qué estás construyendo, hijo?
Peeta sonrió y señaló. Hastings miró a la niñera Hopkins.
-¿No habla?
-Todavía no, señor.
-Tiene dos años. ¿No debería hablar ya?
-Algunos niños les cuestas más que a otros, señor. Pero está claro que es un chico brillante.
-Claro que lo es. Es un Mellark.
-A lo mejor, no tiene nada que decir."
El duque no pareció demasiado convencido, pero le dio a Peeta un soldado de juguete, le acarició la cabeza y se fue a montar la nueva yegua que le había comprado.

La Obsesión Del DuqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora