22

4.4K 302 115
                                    

Observo mi alrededor a través de las ventanas del coche, mientras avanzo lentamente por una calle destartalada y sombría. Intento encontrar algún signo que indique que este es el lugar correcto, pero todo parece demasiado descuidado y olvidado como para que alguien se molestase en señalizarlo.

Suelto un suspiro y detengo el coche en mitad de la solitaria calle. Cojo mi móvil, que descansa sobre la consola central, y echo un vistazo al mapa que ilumina la pantalla. Inclino la cabeza hacia un lado, intentando encontrar mi posición. Sin embargo, mi mente solo consigue mezclar las calles y convertirlas en un laberinto sin salida.

Vuelvo a dejar el teléfono en su lugar, y con un resoplido, piso el acelerador y me pongo en marcha de nuevo. Giro hacia la derecha en la esquina y me adentro en una nueva calle, no mucho mejor que la anterior.

Es casi de noche, así que los faros del coche son la única iluminación que me permite distinguir con claridad lo que tengo delante de mí; es como si todo lo que me rodease se hubiese puesto de acuerdo para hacer este día más siniestro de lo que de por sí ya es.

Encuentro un hueco libre entre dos coches cerca de un quiosco (cerrado, por supuesto), por lo que decido aparcar y caminar hasta el punto de encuentro. Si es que llego a encontrarlo.

Recorro la oscura calle con los brazos apretados contra mi pecho, tiritando de frío y sin dejar de mirar hacia mi alrededor, alerta. El rugir de una moto suena a lo lejos. Me siento como si estuviese viviendo la primera escena de un capítulo de CSI: una adolescente que camina sola a altas horas de la noche, asustada e indefensa, hasta que alguien aparece en su camino, ella grita y todo se vuelve negro. Casi puedo escuchar a mis espectadores imaginarios gritarle a la televisión imaginaria: ¿a quién se le ocurre ir sola por un sitio como ese? Qué idiota.

Una gran y completa idiota.

Escucho ruido y miro hacia mi derecha, nerviosa. Veo cómo un hombre sale de uno de los edificios y comienza a realizar su camino silenciosamente. Dudo durante varios segundos hasta que finalmente decido acelerar el paso para alcanzarlo, intentando no resbalarme con el suelo mojado por la nieve derretida.

—¡Espere! —exclamo. Oigo una familiar voz en mi mente, la de mi madre: no hables con extraños. Pero, ¿y si hablar con un extraño es de lo que depende que no te conviertas en un nuevo episodio de CSI?

El hombre se detiene y se gira, encontrándose sus ojos cansados con los míos, llorosos por el frío. Es un anciano, y aunque está claramente estropeado y desgastado, no parece resultar ninguna amenaza.

—Disculpe —digo, una vez que llego hasta él—. ¿Podría decirme dónde está...?

Me detengo cuando escucho unas voces a lo lejos. Ignoro la mirada confusa que me lanza el hombre y clavo la vista a lo lejos, intentando visualizar algo en la oscuridad. Distingo a dos figuras a unos cien metros de mí, una de ellas, la más alta, ligeramente encorvada hacia delante y recorriendo la acera con grandes zancadas y movimientos firmes; la otra, más baja aunque robusta, de andares chulescos e impacientes.

No hay duda. Son Harry y Douglas.

Le pido de nuevo disculpas al anciano y salgo corriendo, a la vez que los pierdo de vista al girar la calle. Siento el aire gélido arañándome los pulmones mientras lo inhalo y exhalo con rapidez, incapaz de llevar una respiración constante a causa de los nervios.

Llego hasta la esquina y me detengo justo en la bocacalle, respirando entrecortadamente. Mis ojos se mueven instintivamente hacia el edificio que ocupa toda la acera izquierda, una especie de almacén abandonado de cuatro plantas y grandes dimensiones. Harry y Douglas se detienen frente a él y lo observan, mientras comparten algo completamente inaudible para mí.

InsideWhere stories live. Discover now