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Detengo el coche en mitad de la amplia y solitaria extensión de tierra en la que nos encontramos. Después de que cese el ruido del motor y transcurran varios segundos, comienzo a escuchar en la lejanía el graznido de un par de gaviotas que sobrevuelan la playa. Al frente, el mar se extiende hasta la infinitud. El sonido de las olas me llega vagamente a través de los cristales del vehículo. Harry me mira.

—¿Por qué aquí? —pregunta, con cierta incomodidad. No le devuelvo la mirada.

—Es el primer lugar que se me ha venido a la mente.

Abro la puerta y salgo al exterior. El viento me revolotea el pelo y el olor a sal empieza a impregnárseme en él. Permanezco de pie delante del coche, mientras Harry cojea hasta acudir a mi lado.

—¿Vamos?

No espera mi respuesta. Comienza a caminar con relativa rapidez y se adentra en la playa a través de las tablas de maderas colocadas sobre la arena. Lo sigo en silencio, con las manos introducidas en mi abrigo y el rostro entumecido por el frío. Harry se detiene al final de la pasarela y se queda observando la arena con cierta vacilación.

—Creo que no voy a poder.

—No importa —le digo—. Aquí estamos bien.

La madera cruje bajo nuestros cuerpos cuando nos sentamos sobre ella. La playa está completamente vacía, a excepción del pequeño grupo de gaviotas que vuelan por encima de nuestras cabezas. Una de ellas se posa a cinco metros de nosotros y examina la zona, dejando tras sí un rastro de pequeñas huellas. Un par de minutos después, fracasada su búsqueda, emprende el vuelo de nuevo. Una pluma blanca y gris se queda revoloteando en el aire.

Todo está exactamente igual que la última vez que pisé este suelo, ocho años atrás. Solo que ahora el calor de mayo ha sido sustituido por un gélido aire que me entumece las manos y me agrieta los labios. Observo el acantilado que se extiende a nuestra derecha. Las olas rompen con fuerza contra él, incesantemente. El sol brilla con fuerza en el cielo despejado, y no puedo evitar pensar en lo extraño que me resulta sentir su leve calidez sobre mi piel después de estos duros meses de invierno.

—Todavía me arrepiento de lo que ocurrió aquel día.

Giro la cabeza para mirarlo. Hace ya un par de semanas que decidió cortarse el pelo, pero aún me cuesta acostumbrarme a la ausencia de sus rizos acariciándole el cuello. Recuerdo el día que tomó la decisión de deshacerse de ellos, todavía postrado en la cama del hospital. Decía que le molestaba el roce del pelo contra la almohada, aunque sé que aquello fue simplemente una forma de intentar dejar atrás el pasado.

—Ya hablamos de esto, Harry. Y sabes que no tiene importancia.

—Para mí sí —responde. Clava la mirada en el horizonte, extendiendo el brazo hacia él—. Estábamos justo allí, lo recuerdo perfectamente...

Me quedé observándola durante varios minutos, mientras el resto de niños jugaban y gritaban a mi alrededor. Estaba a tan solo un par de metros de la orilla, en cuclillas, examinando algo que se encontraba en la arena. El agua del mar la alcanzaba ligeramente cada vez que las olas rompían, empapando sus bermudas vaqueras, pero a ella no parecía importarle. Me incorporé y me acerqué lentamente. Descubrí que el objeto de su contemplación era un pulpo que la corriente había arrastrado hasta la playa. Me agaché junto a ella y observé al animal en silencio.

—¿Qué haces? —pregunté. No apartó la vista para mirarme.

—Observar a un pulpo.

—¿Por qué?

—Porque está muerto —se limitó a responder. Encogí el rostro en una mueca de disgusto.

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