Capítulo 1

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Cloe cumplía dieciséis años.

Dieciséis años, y yo iba tarde.
Había planeado cerrar el local a las siete, y así llegar a tiempo para cantarle feliz cumpleaños.
Pero para mi suerte –no tan mala en este caso– unas chicas aparecieron justo antes de rotar el cartel de la entrada, aquel que indicaba que aún estaba abierta la acogedora tienda de antigüedades. Estaba comenzando a sentir las gotas de sudor correr por mi frente cuando por más de media hora, estuve totalmente al servicio de las encantadoras clientas. Buscaban artículos vintage para decorar sus habitaciones.

En los últimos años se había puesto de moda este tipo de estilo para vestir y para vivir; y yo, una gran fanática de los objetos del pasado, decidí abrir una tienda de antigüedades en el Barrio de Petit Champlain. El sitio perfecto sin duda, allí se encontraban las tiendas más antiguas de Norteamérica, y era el centro más visitado de la ciudad de Quebec, no solo por los turistas. El barrio era el lugar favorito de muchos de los habitantes de la región. Había tenido mucha suerte tres años atrás cuando el viejo Paul —un amigo de mi abuela— le comentó que estaba alquilando su local. Antes era una tienda de jabones artesanales, pero eso, ya todos lo han olvidado.

La tienda, a pesar de ser pequeña y en muchas ocasiones pasar desapercibida ante los ojos del mundo, no dejaba de tener su encanto y su muy marcada clientela, esos que poseían una inclinación o en algunos casos una obsesión por las épocas pasadas.

La tardanza valió la pena, tres clientas satisfechas y una compra de más de 700 dólares canadienses. Pocas veces lograba irme con la caja tan llena. La mayoría de los artículos grandes no se vendían con tanta rapidez como lo hacían las tazas de té o las máquinas de escribir del siglo XVIII.

Luego de que se marcharan, me apresuré a cerrar la tienda. No podía tardar un minuto más. Cloe nunca me lo perdonaría.

Caminé calle arriba con paso firme, necesitaba encontrar la Rue Saint- Louis para recoger mi auto del aparcamiento.
No pude evitar distraerme con las miradas de los que pasaban por mi lado. Recuerdo que cuando era pequeña, me entretenía adivinando como se sentían las personas de mi alrededor leyendo las expresiones de su rostro. Ese, se había convertido en mi juego de viaje, y no por estar sola, lo hacía menos entretenido.
Personajes tristes; serios, molestos y algunos despistados por completo, fueron los que me topé en esta apresurada carrera por llegar a casa. Pero la que más llamó mi atención, fue una chica de cabello oscuro y ojos marrones que cargaba un par de auriculares en sus oídos y no paraba de mover la cabeza de un lado a otro, chasqueando los dedos mientras gesticulaba palabras, así como hacen algunos cuando no quieren ser escuchados. Por un momento sentí la necesidad de saber cuál era esa canción que estaba provocando en ella tal emoción, al punto de que tenía que contenerse para no gritar a los cuatro vientos la letra. Yo también quería sentir eso...

Las pequeñas calles de adoquines repletas de gente, el ver a los vecinos del centro podando las flores de las macetas que colgaban de sus ventanas y las enormes farolas de cabeza redonda que estaban a minutos de encenderse, me indicaron que estaba a punto de terminar la tarde.
Apresuré el paso un poco más, estaba segura de que Cloe estaría impaciente.

Encontré mi coche casi al final de la calle. Un fiat 600 de color rojo era un objeto anacrónico en el año 2000, pero en 1960 era de los autos más famosos del mercado. Este, había pertenecido a mi abuelo, y luego a mi padre, hasta que llegó a mis manos, y aunque me había gastado la gran mayoría de mis ganancias de la tienda en tratar de repararlo, aún presentaba algunos defectos en el motor, pero la carrocería estaba como el primer día.
Tardé unos minutos en ponerlo en marcha, nada como pedirle un empujoncito a unos turistas que
por allí pasaban. Con gran entusiasmo accedieron y de paso aprovecharon para tomarse algunas fotos con el vehículo.

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