Capítulo 5

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El viernes había llegado para atormentarme, era día de compras de garaje, y Betty había insistido en acompañarme. No confiaba en que mi Fiat 600 aguantara el viaje de regreso de la Isla Orleans. Estaba solo a tres millas del centro de la ciudad de Quebec, mi amiga era sin dudas una exagerada.

Habíamos salido de casa a media tarde y pocos minutos después de haber comenzado nuestro viaje, ya habíamos cruzado el puente que dividía la ciudad de la isla, justo encima del Río San Lorenzo. La avenida 368 nos mostró el camino, y las maravillas de la isla nos dieron la bienvenida. Siempre que visito este sitio tengo la sensación de haber dado un salto en el tiempo.
Si alguna vez había soñado vivir en el 1800, este era el lugar perfecto para hacer mi sueño realidad. Me sorprendía como aún sus habitantes se trasladaban en carruajes, y lo bien que llevaban la vida en el campo estando tan cerca de una ciudad como Quebec. Este era el lugar ideal para buscar antigüedades y venderlas en mi tienda, siempre encontraba las mejores ofertas y los objetos más valiosos aquí.
—¿Qué haremos si encontramos un sofá? Este auto es muy pequeño Zoe, ¿cuando piensas deshacerte de él? —preguntó Betty molesta, lo lógico después de haber tenido que empujarlo para que lograra ponerse en marcha.

—Nunca, si encontramos un sofá pediré a una empresa de envíos que vengan por él. Igual nosotras dos no podríamos cargar un sofá sin estropearlo.

—Necesitas un auto nuevo y vender este como antigüedad. —me sugirió riendo.

—No todo lo viejo tiene un precio, Betty. Igual creo que lo que estás es celosa porque los turistas se toman fotos con mi auto y no con el tuyo. —reímos las dos con más fuerza, y justo apareció ante nosotros la primera venta de garaje que ya había comenzado.

Un montón de artículos que un día habían pertenecido a alguien más, en una época donde todo lo nuevo parecía novedoso y en la actualidad se habían convertido en cosas viejas.
Sombrillas de encaje; collares de plata, espejos enmarcados con baños de oro, lámparas de techo echas a mano, teteras de porcelana, sombreros de copa y cajitas de música, fueron de los muchos artículos que logramos comprar en la primera venta.

La segunda no fue tan productiva, pero logramos encontrar guantes de encajes y telas de seda, que eran dos de los productos con mayor demanda entre nuestros clientes.
Ya estaba terminando la tarde, y ambas estábamos agotadas y con mucha hambre. Decidimos cenar en un pequeño restaurante de la zona.
El Cabane á Sucre La Sucrerie Blouin, nos ofreció las mejores albóndigas que había probado en mi vida y qué decir de las lentejas. Todo había sido maravilloso hasta que por la puerta apareció la persona que menos quería ver en mi vida.

Mr. Proulx entró en el establecimiento acompañado de cuatro hombres más y se acomodaron en una mesa cercana a la nuestra. Aún no había notado nuestra presencia, y eso había sido todo una suerte para nosotras.

—¿Ya has terminado? —le pregunté a Betty con desesperación.

—No. Tengo pensado pedir otra ración de albóndigas. —contestó con la boca llena.

—Pídela para llevar.

—No, es que luego no saben igual. ¿Por qué tanta prisa?

—Ese que está ahí es el señor Proulx, no quiero que me recuerde que tengo que abandonar la tienda otra vez. No estoy de humor para eso. —señalé con la cabeza al chico de cabello oscuro.

—¿Ese? —gritó señalándolo con el dedo.
Como era de esperarse todos miraron hacia nosotros y lo que traté de evitar fue más que inevitable.

—No me dijiste que era guapo. —me reprochó Betty sin darse cuenta aún de su indiscreción.

—Es que no es guapo...— dije entre dientes mientras lo veía acercarse hacia nosotras.

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