Capítulo tres.

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Los primeros inicios del crepúsculo cayeron sobre la Domarina para el momento en el que Sebastián abandonó el camarote

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Los primeros inicios del crepúsculo cayeron sobre la Domarina para el momento en el que Sebastián abandonó el camarote.

Tenían enfrente un día magnífico, con un cielo moteado de naranja y blanco que decretaba otro día más de viaje. La brisa de la madrugada era fresca y salada. Habían partido tres días antes, luego de más de dos meses varados en Cartagena mientras esperaban que el barco fuera reparado. A Sebastián se le fue del bolsillo más dinero del que creyó, reduciendo a muy pocas las ganancias. Aun así, no permitió que aquello empañara una preciosa mañana.

A medida que el alba se iba aclarando, quedó evidenciado el gran mar turquesa que los impulsaba hacia su norte. Las aguas estaban tranquilas, la brisa les concedía un alivio previo al calor que los sofocaría en pocas horas, y en el cielo no se veía una sola nube de lluvia.

Casi parecía el preludio a una tormenta.

La tripulación se despertó poco después, relevando a los marineros que pasaron su noche despiertos en la cofa. Al igual que él, se tomaron un instante para contemplar la belleza del día que los aguardaba.

―No hay aguas como las del Caribe ―musitó alguien junto a Sebastián.

Sebastián tuvo que levantar la cabeza para encontrar al hombre. Colgado de la escalera de cuerdas, Luis, uno de los artilleros, posó la mano en la frente y observó a babor la suave levantada de las olas que, sin haber alcanzado mucha altitud, se devolvieron a su desembocadura.

Luis estaba en lo cierto. Con los años, Sebastián llegó a recorrer muchos mares, algunos por trabajo y otros por placer, y ninguno parecía envolverlo como el Caribe. Sus aguas de precioso color turquesa solían llevar a orillas de arenas blancas, y en momentos donde debían fondear la nave o bajar las velas por el viento, se sentaba en la regala a observar las maravillas del mar que los acunaba.

―¡Ya salió el sol, muchachos! ―vociferó Sebastián. Se dio dos palmaditas en la barriga y después se ajustó el amarre del fajín. Un rayo de luz lo cegó por un instante, obligándolo a ajustarse el sombrero―. ¿Quién está al timón?

―¡Amaro! ―gritó uno de los muchachos.

―Hoy nos ha tocado un viento maravilloso que debemos aprovechar, a ver si así acortamos la travesía.

El sonido de pasos atrajo su atención.

Rómulo se acercó con el cuaderno de bitácora abierto y la mirada estacionada en su contenido.

―¿La has puesto en orden? ―le preguntó Sebastián.

Se apartó del costado de estribor y permitió a sus muchachos que continuaran con las tareas. Las velas estaban siendo desplegadas. Un impulso del aire estaba próximo a sacudir la nave.

―Por supuesto ―respondió el escribano, con la mirada todavía en el cuaderno―. En la noche redactaré la entrada del día de hoy ¿Cuánto piensas que podríamos adelantar?

La decisión del corsario (Valle de Lagos 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora