Capítulo diecinueve.

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Un manto denso de vegetación se asentó sobre la isla, cubriendo el campamento situado en el corazón de la arboleda

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Un manto denso de vegetación se asentó sobre la isla, cubriendo el campamento situado en el corazón de la arboleda.

Moviéndose en silencio, los muchachos prepararon las armas mientras otro pequeño grupo se aseguraba de que las granadas estuvieran listas. El resplandor de las espadas se hizo cada vez más evidente a medida que las desenvainaban. El pulso les palpitó con violencia. La sangre de los soldados estaba hirviendo. Un eco de respiraciones salvajes densificó el ambiente y el choque de armas y espadas resonó como el tintineo de las campanas de la iglesia durante un asedio.

El enfrentamiento estaba cerca.

Se adentraron por entre los árboles, agazapados, ocultándose detrás de los troncos. Al frente marchaba una fila de hombres armados con mosquetes y pistolas, seguidos por una segunda y tercera formación, que además de las armas de fuego llevaban espadas y machetes, con las granadas listas para ser encendidas. Algunos de ellos optaron por llevar en mano un alfanje o sus espadas, con un cuchillo en la mano opuesta como defensa. No llevaban antorchas, de modo que se orientaban por la luz perlina de la luna que penetraba por entre las hojas, sacudidas por la furia de un viento de tormenta. El aire olía a mar y a humedad fría, el perfume innegable de una tempestad que se acercaba.

Cristiano situó a los hombres en dos grupos que tomaron direcciones opuestas con el movimiento de una mano. El campamento, situado a pocos metros de su ubicación, estuvo rodeado en minutos. Desde su posición, desplazó el peso de su cuerpo hasta acuclillarse. Por entremedio de la maleza contó a los hombres sentados en torno al fuego.

―Ocho en la fogata ―anunció a su acompañante―. ¿Qué hay al otro lado?

Cristiano esperó a que la respuesta pasara de hombre en hombre.

―Han construido dos cobertizos y están custodiados por al menos seis personas. Los muchachos dicen que hay dos hombres en el refugio más apartado, pero tiene una empalizada que no les permite ver quienes son.

―Uno de ellos debe ser Sebastián. ―Movió la pierna izquierda hacia adelante para equilibrar el peso de su cuerpo―. ¿Y Bernardo?

―Parece que no está en el campamento.

Cristiano ahogó un suspiro. Encontrar el campamento no acarreó una tarea tan complicada. Siguieron a Iridia y al almirante hasta vislumbrar la playa. Después de ahí, los dejaron marchar al encuentro con Bernardo y, durante la espera, escondidos entre la maleza, estudiaron la zona. Bernardo había puesto hombres por todas partes y el campamento se encontraba en el profundo corazón del bosque, invisible desde la playa y mar adentro.

Moviéndose a prisa, lograron neutralizar a los hombres que se fueron encontrando, evitando ―en algunas ocasiones con dificultad― que no alertaran a sus compañeros con un grito o un disparo. El avance fue paulatino, silencioso, y pronto lograron abrirse paso al campamento.

Una inquietud fría no le permitía a Cristiano disfrutar de sus victorias.

El plan era simple. Iridia y el almirante abandonarían el campamento, dejándoles saber la ubicación de Bernardo poco después, y luego las dos filas de hombres armados tomarían el lugar, quedando una tercera de reserva. Nicolás estaría en la bahía junto a la flota, evitando cualquier escape por mar. De lo establecido, apenas la segunda parte se había logrado cumplir. Después de largos minutos de espera, decidieron adentrarse por el interior del bosque, y ni el almirante ni la mujer habían aparecido.

La decisión del corsario (Valle de Lagos 2)حيث تعيش القصص. اكتشف الآن