Capítulo cuatro.

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Al mediodía del último día de viaje, Nicolás abrió la portezuela del coche

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Al mediodía del último día de viaje, Nicolás abrió la portezuela del coche.

―Detendremos la caravana para darles de beber a los caballos ―dijo, con el antebrazo recostado del coche. Un ruido de pasos detrás de él lo hizo mirar por encima del hombro, y una brisa indiscreta le agitó el pelo cobrizo que, al tener encima el punto más cálido del día, su perfil se iluminaba y potenciaba el tono de su cabello―. A los caballos y otros animales.

Recostada de la pared mullida, Sofía fingió que se acomodaba el puño de las mangas rasposas del camisón. Trasladó los dedos a los hilos de la cotilla y fingió que requería de una mirada fija para reforzar el nudo.

―Hacen más ruido que un ariete ―Nicolás suspiró. A pesar de su expresión seria, era evidente que la comparación lo divertía―. Si tan solo fueran igual de eficientes.

Nicolás poseía una capacidad natural de encontrar diversión en donde ella veía agonía. Su humor contrarrestaba con la angustia adherida permanentemente en ella, y de alguna manera se las ingeniaba para transmitirle un poco de la paz jovial de la que estaba hecho. Nada parecía perturbarlo.

Nada, a excepción ―tal vez― de ella misma.

Sofía no concebía la posibilidad de tener un viaje en calma si lo tenía tan cerca. La primera noche compartieron el interior del coche mientras discutían los recovecos donde podrían acampar y pasar desapercibidos.

El encierro la estaba volviendo loca, y poco tenía que ver con el reducido espacio que compartía con él. No. La volvía loca porque lo compartía con él, atrapados en una caja, donde la esencia a lavanda y mar la envolvía y se mezclaba con la suya, formando un olor erótico como nunca antes había conocido. Se sentía sacudida por la mirada oscura de él, que atrapaba la de ella en ocasiones, cuando se convencía de que sus ojos ya no la buscaban. A la distancia, podía escuchar su respiración entrecortada, y pronto las respiraciones inquietas de ambos llenaron el espacio con un vapor que los traspasaba.

Él tenía la indudable capacidad de sacudirla con una mirada, y entre rendida y abrumada, la embriagó también una sensación de triunfo. Ella también lo afectaba con algo tan simple como una mirada fija. La sonrisa de demonio arrogante que le concedía, sabiendo que había logrado atrapar su atención sin importar cuanto luchara contra sí misma para evitarlo, acentuaba el deseo ―o quizá una pasión que rozaba los límites de la lujuria― que se extendía entre ellos con furia animal.

Fue el último día que compartieron el coche. Nicolás realizó el resto del viaje sobre el caballo alazán entre medio de sus hombres y los de ella. Se le acercaba para avisar que estaban cerca del asentamiento o para indicarle que tomarían un descanso. No supo por días lo que era quedarse a solas con él. Le inquietaban los motivos que instaron ese distanciamiento ¿Se habrá arrepentido ya de aquel beso ―o besos― que le había robado? ¿O el interés que sentía por ella acabó desapareciendo en cuanto la situación comenzó a complicarse? Recordar sus palabras despertó un golpeteo doloroso en su vientre.

La decisión del corsario (Valle de Lagos 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora