Aguardiente

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Minho despertó y la madrugada aún estaba ahí. Le dolía moverse, su cuerpo se había convertido en un mapa de moretones. El mundo se había reducido a la mitad, pues su ojo derecho continuaba hinchado.

Christopher dormía. “Cállate viento, cállense pasos, no debemos despertarlo”. Minho se levantó de la cama rogándole al silencio que no se fuera, el suelo de madera se quejaba en voz baja por cada uno de sus pasos. El muchacho exprimía su memoria al máximo para recordar el lugar exacto de cada mueble, pues tropezar en la oscuridad significaría arruinar la misión.

Bajó las escaleras con la cautela de un gato y sus huesos protestaron en cada metro que avanzó. La puerta lo miraba molesta, pero entre tantas sombras, Minho no lo notó. Quitó el seguro, abrió la puerta y el viento se le lanzó a la cara como si quisiera robarle un beso. Pisó la tierra, y una sensación reconfortante lo abrazó al darse cuenta que sus pasos ya no provocaban ruido. Siguió la extenuante travesía hasta llegar a una caja de cartón, en la cual sabía que aquel australiano guardaba botellas de vidrio. Tomó algunas, y entonces sacó la reserva de energía que había guardado dentro de sí mismo.

Estrelló las botellas contra las paredes de la casa. Los cristales gritaron al quebrarse, provocando una tormenta de ruido, misma que fue escuchada por el muchacho que dormía dentro de la casa.

Christopher despertó, y el escándalo lo hizo asomarse por la ventana. Entonces pudo ver una silueta que avanzaba torpemente por el camino llano. Le tomó tres segundos resolver el misterio: Minho estaba huyendo.

Por inercia, se imaginó golpeando nuevamente al muchacho que escapaba. Salió disparado tras su presa, bajó las escaleras acabando con todo rastro de silencio. Abrió la puerta, y en cuanto salió al camino, las criaturas nocturnas corrieron a sus madrigueras.

Minho corría, pero sus piernas dolidas frenaban un poco su avance. Debía seguir, debía pelear esta vez. Aún estaba oscuro, pero el sol no tardaría mucho en aparecer.

No se sentía tentado a mirar atrás, porque sabía exactamente lo que había:

Un Christopher con una mueca de odio.

El campo atestiguó la violenta persecución. Minho llevaba unos metros de ventaja, los cuales iban reduciéndose a cada segundo. El cielo empezaba a despuntar rayos de luz, las estrellas bostezaban, la luna se colocaba la pijama, y el pobre castaño corría luchando contra sus propias ganas de tirarse al suelo.

Christopher lo vio cruzar difícilmente por una cerca, la cual, él atravesó de un salto.

En cuanto cayó del otro lado, sus zapatos levantaron arena. Miró de un lado a otro sólo para darse cuenta que la cerca formaba un círculo irregular. El cerro escupía luz, pero el sol aún no hacía acto de presencia.

Buscó desesperadamente, y encontró a Minho en la otra esquina del terreno, golpeando con un palo una pequeña puerta de madera. Se precipitó hacía él con una mirada de odio, pero antes de poder alcanzarlo, el castaño abrió la puerta que golpeaba.

Una bestia, furiosa por haber sido despertada, salió con los cuernos deseosos de guerra. Aquel imponente toro estaba irritado por el escándalo, bufaba enardecido como si pidiera una explicación. Estaba convertido en ochocientos kilogramos de ira, y al dirigir los ojos al frente, encontró un objetivo móvil que lo miraba con pánico en el rostro.

El toro no prestó atención a la mueca asustada del muchacho, se limitó a dejar que la rabia se disparara en forma de embestidas. El choque hizo que el sol dudara si quería salir.

La muerte, recargada en la cerca de madera, tomaba aguardiente mientras observaba la función.

CUENTOS PARA MONSTRUOS | 𝐒𝐓𝐑𝐀𝐘 𝐊𝐈𝐃𝐒Where stories live. Discover now