Epílogo

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|Narrador omnisciente|

El eco de sus tacones resonó con cada paso que daba, no sonrió a los guardias que le abrieron la puerta y le dejaron entrar a la sala de interrogatorios, las ganas de sonreír eran mínimas. Vestía completamente de negro, incluso la carpeta que traía en sus manos era del mismo color. Iba a guardarle luto a su mejor amiga.

—Soy Crisálida Ramírez, tu abogada —se presentó, intentando no mirarlo demasiado a los ojos. Era el asesino de su mejor amiga y allí estaba, jugando a defenderlo.

Caminó por la sala, despreocupada. Él ni siquiera se molestó en mirarla, ¿por qué le ponían a una abogada? No es como si fuera a salir bien de todo en lo que estaba metido, tampoco es que le importara demasiado.

—Te acusan del asesinato de cinco mujeres, incluida mi mejor amiga —habló, dejando la carpeta en la mesa y mirando al acusado—. También de la desaparición de otras diecinueve chicas.

Ahí alzó la mirada, ¿había escuchado bien? ¿Acababa de decir "mi mejor amiga"?

—¿Murió? —preguntó con desinterés.

Crisálida intentó que no se le aguaran los ojos, tenía que dejar lo personal a un lado y centrarse en lo profesional.

—Si —asintió—. Murió de camino al hospital. El corte fue demasiado profundo, perforó su pulmón derecho y cortó un par de arterias. Tuvo una hemorragia interna, sus pulmones se encharcaron y... murió.

Asintió, torciendo sus labios.

—Bien —musitó.

—¿Bien? —repitió—. ¡Has matado a una persona! ¿Y dices "bien"? ¡Bien es como vas a estar en la cárcel, capullo!

Él alzó sus cejas con diversión. La había hecho estallar de rabia y eso le parecía divertido, claro que si.

—¿Así pretendes defenderme, muñeca? —preguntó burlón.

—Pretendo que en lugar de ir a la cárcel vayas a un psiquiátrico, es allí donde debes de estar —bufó—. ¿Cómo las has matado?

Se encogió de hombros. Crisálida abrió la carpeta y dejó las fotos de las mujeres asesinadas en la mesa, una por una.

—A las ruidosas les cortaba la lengua para que no pudieran hablar más —admitió—, después me entretenía acariciando su piel con el cuchillo, dejando cortes que provocaban sangre de diferentes tonalidades —explicó, ella intentó disimular el escalofrío que recorrió su cuerpo al oírlo—. Quise hacer lo mismo con tu amiga, pero llegaron antes de tiempo... Me habría puesto muy creativo con ella.

—¿Dónde están las demás chicas? —preguntó, clara y sin rodeos.

—Muertas —sonrió de lado—, todas y cada una de ellas.

—Sus cuerpos —especificó—. ¿Dónde están?

—Algunos en el mar, otros devorados por los lobos del bosque, algunos fueron traficados Hay gente con fetiches muy raros. Creo que también hay uno en el congelador de mi casa —arrugó su nariz—. No me mires así, no iba a comerla, estoy mal de la cabeza pero tampoco tanto. Los demás están demasiado masacrados, ya ni se reconocen...

—¿Te arrepientes?

—Si.

—¿Entonces por qué sonríes? —interrogó—. ¿Me estás mintiendo?

—Si.

Suspiró, al menos había conseguido todo lo que quería, la conversación estaba siendo escuchada por los policías así que estos no tardaron en ir a comprobar los lugares que él había citado. Las familias de esas chicas merecían saber la verdad y despedirse de ellas en un entierro digno.

Crisálida empezó a citar uno por uno los nombres de las veinticinco chicas, con amargura, sobre todo cuando le tocó decir el de su mejor amiga.

—Muñecas —resumió él.

—Mujeres —dijo firme—. Todas con un pasado, con un futuro de no ser por ti. Con vida propia. Vas a pudrirte en un psiquiátrico.

—¿Qué fue lo que dijo?

—¿Qué? —preguntó confusa, por sus cambios de conversación tan drásticos—. ¿Quién?

—Cyara —concretó—, el ángel de cabellos rubios y ojos verdes. La muñeca esa.

—Tu nombre —trago saliva—, una y otra vez cuando agonizaba, en su último aliento te nombró.

Él sonrió, conforme.

Crisálida asintió por las mismas razones y salió de allí, lo que pasara de allí en adelante no era asunto suyo.

Cinco meses después

Un joven de veintiséis años se suicida en la clínica psiquiátrica de A Coruña.

El titular llamó la atención de Nereida y Crisálida, no necesitaron saber más de la noticia para saber de quien se trataba.

—Dicen que dejó su nombre escrito en la pared de la habitación donde dormía.

—Disque si —balbuceó, dándole un sorbo a su café—. Verdaderamente dejó su nombre y no un muñeca.

||F I N A L||

MuñecaKde žijí příběhy. Začni objevovat