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Decidí ir a caminar. No porque tuviera ganas de moverme, o de ser parte de alguna conversación, o de salir. O tal vez de salir sí. Me fui porque mi vieja no dejaba de romperme las pelotas con que vaya al centro. Que hay un Starbucks, y un mastíl, y una plaza, y el sol, y la pija del abuelo. Entonces me fui. Para que se deje de joder.

No tengo ganas de que me jodan ahora. Quiero dormirme por diez años seguidos. No matarme, dejar de existir un ratito. No es lo mismo. De matarme tengo ganas siempre no sólo ahora.

Empujé la reja y se cerró sobre sí misma. Entonces metí las llaves que me había dado mamá en la cerradura y las giré.
Me doy vuelta, y encuentro el mismo calor de ayer, pero un día un poco más opaco. No tan amarillo, brilloso y colorido.
Los días como ayer los odio, estos me hacen sentir un poco más cómodo. Porque no tengo manera de quedarme pensando en que las tengo todas para ser feliz, e igual vivo envolviéndome en miseria.

Empecé a caminar hacia la derecha como me explicó.
Las primeras dos cuadras eran todas casas de ladrillos, bastante grandes y prolijas, llenas de verde y marrón oscuro con los cuadraditos dibujados en las paredes. Después se hicieron más simples. Recién cruzada una calle que, no sé como explicarlo, pero tenía su énfasis aunque no llegara a ser una avenida, creo; empezaron a verse de un solo color pero manchadas, lisas pero rotas.
Y después colegios. Iguales. Uno amarillo creo, y otro medio rosado. Una casa rosada barata.

Me di cuenta que había llegado al centro cuando divisé en la siguiente esquina una cafetería, con algún felino dibujado en el cartel.
Seguí caminando en la misma dirección mientras los locales a mi alrededor aumentaban. Cada vez tenía más pinta de centro. Centro de San Isidro, porque ni el punto más ciudad de acá se acercaba a lo más pueblo de Palermo.

Eventualmente me di cuenta que mamá tenía razón, había un mástil. Estaba lleno de gente.
Voy a intentar describirlo: en frente había una diagonal rara que conectaba con una avenida perpendicular a la calle por la que venía caminando. Así mismo, de este lado, había otra calle también perpendicular que conectaba tanto con la que lleva a mi casa como con esta nueva avenida. La calle sobre la que estaba parado seguía de largo en la otra esquina.
Se imaginarán que para que este laberinto de calles funcione, tiene que haber un punto de encuentro. Una esquina de donde arrancar la avenida. Medio redonda, pero puntiaguda a la vez. Que en realidad sea la esquina de ambas calles.
Esa esquina, ese es el mastil. Dos locales de ropa, y un quiosco. Carísimo el quiosco. $300 los puchos, $70 el fuego. Los locales son ropa de mujeres. Ropa que yo no usaría. Comoquieres y no me acuerdo el nombre.

Agarré la segunda calle abriendo a la avenida. Belgrano. Caminé un par de cuadras y llegué a otra avenida más chica. Ésta era horizontal, no vertical. En ambas esquinas había edificios extraños.
Empecé a notar la desintegración del centro; el aire limpio del pueblo y los lugares que podría calificar como casas volvieron. Fue entonces que llegué a la conclusión de que me había perdido, sin llegar al Starbucks en ningún momento.

De lejos divisé una plaza. El pucho que me había prendido empezó a quemarme la punta de los dedos y tiré la colilla al piso. Adentro de la plaza había un grupo. Cuanto más me acercaba, más me llamaban la atención.
Algunos se encontraban sentados en los bancos pegados a una especie de baranda envolviendo el verde. Sentada en las piernas de un flaco de pelo marrón por arriba de los hombros, con los brazos llenos de tatuajes borrosos; una piba de pelo mínimamente más largo, marrón pero distinto, con tonalidades rojizas, y un maquillaje tan borroso como los tatuajes del pibe. Una de las manos de él sostenían su cintura, la otra un pucho, el cual pasaba de sus labios a los de ella. A veces ella se daba vuelta, lo miraba lentamente, con cierta paciencia sensual, y le soltaba el humo en la cara. La reacción de él era la falta de respuesta.
Algo sobre esa escena me abrió el estómago. Era evidencia de aquella pérdida: vacía y entumecida.

Otros andaban en skate sobre el cemento del piso. Éste no era un lugar muy llamativo, a decir verdad. Estaba lleno de espacios levantados o hundidos. Pero supongo que con hambre no hay pan duro.
El resto se posicionaba en grupo, hablaban. ¿De qué? me preguntaba. Pero no lo suficiente como para unirme.
Sin embargo sí quería llegar al Starbucks. La idea de un frappuccino caramel y un rol de canela me generaba cosas. Recorrí con mi mirada a las personas que tenía enfrente, buscando a quién parecía ser la más copada. La más accesible.
Me decidí por un rubio oscuro o castaño claro que estaba descansando en la skate.
—Hola—me dijo de manera simple pero simpática. —¿Todo bien?
—Sí, sí—contesté. —Pasa que me acabo de mudar. Y no conozco nada, ¿entendés? ¿Sabes dónde esta el Starbucks?
—Obvio. Mira, es para...—. Antes de seguir me ojeó y dibujo una sonrisa disimulada. —Te llevo. ¿Te copa?—. Asentí.

Hicimos exactamente el mismo camino que yo acababa de hacer mientras hablábamos.
—Entonces, ¿cómo te llamas?
—Marco—contesté.
—Yo Rama.
—Cheto.
¿Quiénes son los pibes? Preguntaba yo.
—¿Los de la plaza?
—Sí.
—Ah, eso. Los pibes de la plaza. Somos todos amigos. Onda, amigos hasta ahí. Siempre estamos ahí en la plaza, pelotudeando. Fumando, hablando, la skate. Después son todos grupos más chiquitos, esos que se juntan en casas y se cuentan los problemas, y se aman, y se ayudan, y toda la vuelta.
—¿De dónde se conocen?
—Todo empezó con los del Nacio, el colegio. Empezamos a caer a la plaza para no volver a casa. Y algunos trajeron amigos y así. Y nada, qué sé yo.
—¿Y cuál es tu grupo cercano?
—No tengo la más puta idea, en realidad. En un momento fui muy amigo de algunos, después de otros. Nada. Cosas que pasan.
—Claro.

El Starbucks estaba en la cuadra del mástil. Me pedí el frappuccino y el rol, y me acompañó a mi casa. Le expliqué que antes vivía en Palermo. Que mi abuelo se murió hace unos meses y que mi vieja había heredado la casa. Le hice un resumen de lo de Sofía: que me cortó en medio de la nada. También de Lucas, que al final era tan pelotudo como el resto y que hace un mes que me venía hablando solo para contarme boludeces chicas. A quién se comió y a qué joda iba. Pero nunca sobre mi, sobre cómo me sentía, sobre lo mierda que me hizo lo de Sofía o mi abuelo. Que en algún momento lo di de baja, y ya no quería tener nada que ver con él.
Él desarrollo sobre ese "cosas que pasan" de su grupo de amigos. Cómo en realidad era una mierda conocer a todos pero no tener a nadie y que se sentía tan solo como yo. Me pasó su Instagram para que sigamos hablando.

Marco El De La CateDonde viven las historias. Descúbrelo ahora