32. Alce con taquicardia

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A veces no quieres estar tirado en tu cama

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A veces no quieres estar tirado en tu cama. Es más, lo odias, pero tampoco tienes la motivación para salir de ahí. No quieres usar tu teléfono todo el día, pero soltarlo no es una opción aunque estés harto de él, pues, ¿qué harías entonces? Entretener a la mente con la vida de otros a través de fotos, tik toks, videos, stories y tweets es una forma de evitar ese vacío que sientes: la carencia de emoción acerca de tu propia vida.

Te preguntas si hacer tu lista de pendientes vale la pena, porque en este punto parece que no. Los sueños son tragados por los obstáculos y el mayor de todos ellos lo ves cada mañana frente al espejo. Sabes que los días que pasan mientras vives en piloto automático nunca podrán ser recuperados y te sientes culpable. Te prometes que lo compensarás al día siguiente, pero cuando despiertas no tienes ganas de hacer algo, aunque tampoco quieres hacer nada; solo escoges la segunda opción porque es un poco más sencilla.

Cuando estás atrapado en el círculo vicioso de la cama, el teléfono, la culpa y la promesa falsa, solo una persona puede sacarte de ahí. Irónicamente, la que te puso en ese lugar en primera instancia, más allá de que haya sido empujada por la vida o por otros.

Eres tú.

«Sácate de ahí, maldición», me digo.

Me incorporo en la cama de Gretha con un quejido. La luz del mediodía se cuela por la pequeña franja vertical que hay entre las cortinas. Por un segundo me pregunto si no es demasiado tarde para recuperar el día. Podría acostarme otra vez y empezar mañana, temprano.

«No es tarde, Arlo. Nunca es tarde mientras sigas respirando», recuerdo.

El cuerpo ya no me duele. Pasó una semana desde que desperté en el hospital y desde entonces he estado recibiendo medicación —madre e hija se intercalan para dármela— con el objetivo de que baje la inflamación de mi rostro, el cual se llevó la peor parte de los golpes. El padrastro de Gretha vigila mi fractura nasal y mi brazo enyesado. Según los médicos, tuve suerte. Me golpeé la cabeza muy fuerte contra el piso, pero cuando me hicieron una resonancia magnética, todo estaba donde debía estar. No hubo hemorragia ni daño irreversible.

Al menos, no del físico.

El emocional es otra historia.

Creí que iba a morir y que lo último que vería sería a mi padre descargando su odio sobre mí. Por extraño que parezca, la última imagen que vino a mi mente antes de cerrar los ojos fue la de un viaje en carretera. Íbamos de camino a la playa para vacacionar. Papá escuchaba un partido en la radio y ambos gritábamos cuando nuestro equipo preferido anotaba. Mamá nos hacía callar intentando contener la risa antes de volver la mirada al libro que tenía sobre el regazo. La mano de él estaba sobre la rodilla de ella. Las ventanillas, bajas, dejaban que la brisa salada me pusiera la piel de gallina mientras observaba el cielo fusionarse con el océano.

Cosas dispares que parecía que jamás se separarían se convirtieron en personas parecidas, porque ambos se alejaron y me lastimaron.

Mi madre no se enteró de mi estado mediante mi padre. Fue Liv quien la llamó. Cuando llegó, intentó verme, pero le pedí a la enfermera que no la dejara pasar. Mi padre asintió desde el otro extremo de la habitación, conforme con mi decisión. Para ser sincero, una parte de mí quería verla. Es más, lo necesitaba. Nunca quise un abrazo suyo como en ese momento, pero no podía arriesgarme.

Club de los paraguas rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora