8. Somos conejos retroalimentados

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—Hey, Greth, ¿qué haces aquí? —Espero encubrir la cautela de mi voz con ligereza

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—Hey, Greth, ¿qué haces aquí? —Espero encubrir la cautela de mi voz con ligereza.

La tomo de la muñeca y arrastro hacia mí para darle un abrazo que finge ser un saludo a los ojos de papá. 

Con ella ni siquiera nos decimos «Hola» cuando nos vemos. No es necesario, pero en este momento es la única forma que se me ocurre para que mi padre deje de tocar su cintura. No quiero levantar sospechas obvias. Me daría una paliza duplicada si insinuara que se está comportando de forma inapropiada con una menor, por más que sea verdad.

Así de hipócrita es.

—¿Estás bien? —susurro contra su cabello.

Asiente contra mi hombro sin decir nada. Cuando nos separamos busco que sus ojos confirmen el gesto.

—El señor Washington me contó que hay un conejo en su jardín e intentan cazarlo.

«¿Tú estás bien?», es su verdadera pregunta.

—Sí, ha sido un grano en el trasero desde la semana pasada. Vuelve loco al perro y debemos dejar que se queda adentro de la casa  —contesto—. El sofá está lleno de pelo. Nos cansamos de pasar la aspiradora.

«Sí, estoy tan bien como puedo estarlo, no te preocupes».

Por unos segundos no dejo de sostener sus antebrazos y ella no deja ir los míos. No sé cómo terminó aquí, pero ambos queremos salir corriendo. Ojalá pudiéramos hacerlo. A veces me pregunto qué sucedería si decidiera sobrevivir por lo cuenta. Tal vez, si tengo suerte, pudiera comenzar a vivir de verdad.

—Esta me gusta, ¿qué dicen, tortolitos?

Nos giramos para encontrar que Wes Washington sostiene una trampa mediana entre las manos, con delicadeza. La luz de la tienda se refleja en los picos de acero, que brillan como el diente de un actor en los comerciales de pasta dental.

Me tenso. Por un momento pienso que podría usar la trampa conmigo, lo que es estúpido. Mi padre es muy cuidadoso con su forma de descargarse. Todos mis hematomas se hacen pasar fácilmente como golpes consecuentes de jugar al fútbol americano o pelear con otros chicos. Él jamás usaría algo así en mí, aunque me pregunto si les gustaría.

—Es innecesario ser tan agresivo —dice Gretha—. Es solo un conejo.

Hay un fuego controlado en su forma de mirarlo. Ambos sabemos que no solo habla del maldito conejo, y que tenga esta reacción es mi culpa. Por más que me esforcé en mirar la trampa sin interés, ella me conoce. Sabe hacia qué lugares va mi mente cuando me quedo callado.

Cuando mi padre la mira, sonríe como si estuviera frente a una niña que por aprender el abecedario cree conocer todas las palabras del mundo.

—Sin dolor no hay supervivencia.

—Creí que siempre se trató de vivir, no de supervivir —le contesta, acorde con mis pensamientos.

La sonrisa de papá vacila. Gretha jamás sube la voz. A veces debemos pedirle que repita lo que dice porque no la oímos. Sobre todas las cosas, habla con dulzura. Podría decirle a mi progenitor que lo odia y que cree que es el ser más repulsivo del mundo y él no sabría diferenciar si lo dice en serio o en broma por la amabilidad de su tono.

Club de los paraguas rotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora