VI. Una escueta confesión

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Me dolía mucho la cabeza, debía cerrar bastante los ojos ante la luz. Mis senos nasales estaban llenos de fluidos y cada articulación se lamentaba cuando me movía; por ello estaba enclaustrada como un ogro, lo estaría durante dos días.
Por ahora dirigía la poca imaginación que me quedaba antes de sucumbir al sueño, hacia Cielo quien iría a pasar el fin de semana en una finca. Los planes de nuestros compañeros del hospital eran cada vez más o no sabía si era más bien que me invitaban o los comentaban más ahora, aunque los últimos los había estado evitando para justamente no dejar crecer el sentimiento hacia el objeto de mis cavilaciones, notaba que el estar distante funcionaba poco, sin embargo qué más podía hacer, ¿cómo iba a manejar el dejar algo que nunca tuve?, ¿cómo iba a responder a algo que nunca sentí?

El caso es que, estaba pensando en ella con un bonito vestido, un sombrero de pajilla, tomando el sol y regalando la visión de sus perlados dientes por doquier. Hubiese sido lindo que aquella fuera la última imagen que me transportara hasta el regazo de Morfeo, mas, la vida quiso joderme la calma del espacio mientras tocaban con insistencia la puerta. Me levanté con desgana: arrastrando los pies, odiando a quién estuviese tras la algarabía. Iba a dejarme llevar por mi arranque de rabia y a hacer pataleta o mínimo mirar mal a esta persona, hasta que su voz me dejó helada, con los dedos puestos en el cerrojo cobrizo.

—Luna, vamos a llegar tarde. ¿Te quedaste leyendo? Abre, ya escuché tus pisadas. Abre —sonaba como una orden, cómo una de las suyas, decididas, autoritarias, pero cálidas. Venía de su vena de líder.

Obligué a mi cuerpo a volver a la marcha: hice funcionar cada falange para abrir la puerta. Cuando la tuve delante me miró de arriba a abajo haciendo una mueca extraña primero, luego, al verme mejor, frunció el ceño.

— ¿Estás enferma?

—Eso es, demuestra ese cartón de medicina —no se escuchaban muy bien mis emes o enes. Mi voz sonaba asquerosa.

—Ni así dejas de molestar —no había ni sombra de la Cielo triste de noches atrás y a pesar de que moría de la curiosidad, decidí hacerle el mismo favor que me hizo ella: darle espacio, no atosigarle y esperar a que deseara comentar lo sucedido. Rogaba, de forma hipócrita que no fuese como yo y que me hablase del asunto.

Cielo fue abriéndose paso, entrando como si nada, como si estuviese acostumbrada por más de que esa fuera la primera vez que ponía un pie en mi hogar. Distaba de la combinación de ropa con la que la imaginé; llevaba un Jean blanco y una camisa de tirillas negra, la ropa resaltaba su cuerpo de forma maravillosa ¿o era su cuerpo de sirena el que hacía lucir tan bien la ropa? En fin, mi mente solo pudo atinar a preguntarle lo que menos quería.

— ¿No te vas?
<<Qué imbécil, eso ha sonado terrible>>.

—Qué buena anfitriona eres —quería hacerse la ofendida, aunque se mordía la lengua para no reír, gracias a dios era ella quien estaba frente a mí en ese momento, Cielo Arango. Deseé acariciar las dos silabas de su nombre.

—Cielo, quiero decir ¿No vas al viaje?

—Viaje, viaje no es. Me gusta tu apartamento, aunque bueno, sea algo caótico.

No me avergonzaba de mi desorden, no era una persona sucia, solo que nada lo ponía dos veces en el mismo sitio. Me mareé un poco por lo que me recosté en el marco de la puerta aún abierta, esperando una respuesta por su parte, volvió a escanear mi figura.

—Iba a ir, venía por ti.

— ¿Cómo que ibas? Y yo no estaba incluida en el plan.

—En parte por eso vine. Santi me dijo que podías sentir que no te invitaron, pero si ellos arman un plan delante tuyo es para que te unas. Igualmente te iba a llevar yo. Él llevaba marcándote un buen rato, sin que le tomaras las llamadas. Sabes que eres del equipo.

Mil CielosWhere stories live. Discover now