Epílogo

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—¿Dónde estás, Cielo?, ¿en el jardín? —se demoró en contestar la interrogante que aun bailaba en la línea, mas, yo ya sabía que sí se encontraba donde nombré, el ruido a través del aparato era una copia del que me llegaba, nanosegundos más tarde, desde la calle que daba a la valla del lugar. El viento levantando la cortina que decoraba el portón hacia este me envolvió la mente, haciendo que rememorara una de las primeras veces que pasamos la noche acá hace casi cuatro años, con la emoción de estar recién casadas y poseer un lugar al que llamar hogar, aunque mi hogar es ella en sí, ese cuerpo menudo vestido de camisa y falda, que me vuelve loca con cada gesto. Volví a sus pies de aquella tarde, a su pedicura francesa que se asomaba por la telilla púrpura que escogimos juntas, esa que la ocultaba a ojos curiosos de algún vecino, en la salilla de nuestro apartamento mientras descansaba, mientras yo me deleitaba con su figura, desde el balconcillo que justo llevaba al jardín,  donde ahora estaba ella, del lugar que usé como excusa para ventilarme, en una tarde que en realidad hasta vestíamos sudadera. Reí antes de volver a ser presa del recuerdo; regresé a sus pantorrillas que se fueron descubriendo de a poco. Me embriagó el nerviosismo de aquella vez, la sensación de querer apartar los ojos por decencia, pues ella no se sabía observada, era presa de una cinta que poco recuerdo ya, mientras que yo me perdía en sus curvas blanquecinas, en sus mechones tan únicos, en parte de sus océanos que divisaba algo entrecerrados, para ver mejor, supongo como debía tener los míos en el momento, por el deseo de continuar grabándome su imagen.

—Quiero verte —escuché a la perfección lo que dijo a pesar de que su voz fue apenas perceptible, esas dos palabras me arrancaron de la memoria en la que estaba. Dejé los zapatos en la entrada de casa, caminando hasta el jardín, con el corazón latiendo fuerte, con la añoranza de dos noches sin verla. La encontré mirando de forma fija la puerta por la que sabía que saldría. Me sonrió bajando el aparato de su oreja, acercándose despacio. Me escaneó por completo, como solo ella sabe hacerlo, con la mezcla exacta de respeto, cariño y apetito,  hasta donde el suelo le dejó recorrer. Observó después mí rostro, deleitándome con la forma en que intentaba tatuarse en mi —. Eres preciosa, milu —me instó a acercarme con un movimiento de cabeza, al tenerme donde quería acarició la piel de la que estaba pendiente, tan despacio que se me cerraban los ojos.

<<Benditas sean tus manos, Cielo y bendito sea tu aroma a vainilla>>.

Sin premeditar mucho las cosas di un par de pasos hacia atrás, clavando mi vista en ella que se veía algo turbada. Le sonreí despacio para tranquilizarla. La invité, sin tener que despegar los labios a que viniese, a que siguiese con su vaivén en mi piel. Le ofrecí solo con la vehemencia que se tomaba mis ojos ese trozo del Edén que rescatábamos al fundir nuestros seres y espíritus, al volvernos instantes, ofrecí ese abrigo de deseo que, entendía ahora, necesitábamos, esa que buscábamos las dos, en silencios cortos, en gritos ámbar e índigo.

En contados segundos le dejé sola en el espacio lleno de naturaleza y vegetación que ella tanto amaba de la casa, que cuidaba con tanto ahínco desde que la compramos, desde aquella mañana, después de llevar un par de meses casadas, en la que con ojos brillantes me dijo que deseaba buscar un lugar que fuera solo nuestro, en la que se me hinchó el corazón en el pecho casi de forma dolorosa. Agradecí mucho el que pensase aquello porque a pesar de que no lo decía, imaginaba que a veces, solo a veces, ella podía recordar momentos con su ex esposo o situaciones similares a las que le ocurrían conmigo, por lo que tener un lugar en el que todo lo que creamos juntas fuese nuevo, me llenaba de una alegría casi infantil, como luego llenamos el espacio de objetos que escogimos juntas, de nuestras risas, nuestro llanto, frustración, pasión y encanto.

Cielo dulce y excitada, agachando el rostro con media sonrisa prendada de este me siguió, abrazándome a su cuerpo cuando llegó al lecho que ofrecía, hundiendo la nariz en mi frondoso cabello oscuro.

Mil CielosWhere stories live. Discover now