Capítulo 10

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La marea me arrastró a la costa; las olas, enverdecidas por la superpoblación de algas, me mecieron con suavidad hasta que la arena me frenó y quedé boca abajo en una playa plagada de medusas muertas. Mi cuerpo, frío e inerte, no reaccionó ni siquiera cuando unos cuantos cangrejos azules, los más grandes del continente capaces de alcanzar el tamaño de una cabeza humana, se acercaron con intención de darse un festín.

El primero que llegó usó la gruesa pinza para asegurase de que no ofrecería resistencia, la hundió en la mano, presionó y emitió un leve chirrido para avisar al resto de que era presa fácil.

Más cangrejos abandonaron sus escondites bajo las piedras dispersas de la playa y fueron hacía mí. Cuando parecía inevitable convertirme en comida para crustáceos, sin que mi cuerpo se moviera, las venas del brazo izquierdo emitieron un tenue brillo rojizo y en el antebrazo apareció el tatuaje de un viejo árbol. El repentino crepitar carmesí espantó a los cangrejos.

El tiempo siguió avanzando y mi cuerpo permaneció inerte. Las toxinas, que se introdujeron en mi organismo cuando el secuaz del loco me forzó a respirarlas, me habían destrozado los órganos, roto algunas venas y arterias, vuelto rígidos los pulmones y privado de oxígeno al cerebro.

No estaba muerto o, al menos, no del todo, pero tampoco estaba vivo. El Asesor intervino para evitar que los restos de mi consciencia abandonaran mi cuerpo, usó el control sobre la realidad para mantenerme en un estado de letargo.

Horas después del ataque de los cangrejos, una vez que el sol estuvo en lo más alto y que el calor era insoportable, las pisadas de unos pies descalzos se dirigieron hacia mí y crearon un surco de huellas en la arena.

—Pensé que había acertado contigo —dijo con decepción quien caminó por la playa para detenerse junto a mí—. Veo que mi juicio falló. No eras el mejor. —Contempló cómo las olas empujaron una fina capa de agua que me bordeó piernas y llegó a las manos y a la cintura—. Buscaré a quién merezca tal honor. No volveré a apostar por perdedores.

Se fue tal como vino, en silencio y con pensamientos muy alejados de la playa donde yo yacía más cerca de la muerte que de la vida. Me abandonó porque ya no era el temido Bluquer: el mejor asesino a sueldo del continente. Mi derrota me convirtió en un perdedor. No podía echárselo en cara, habría hecho lo mismo.

Pasaron dos horas, una vez que el sol del mediodía descendió, un par de pescadores vieron mi cuerpo y acercaron su embarcación a la costa. Uno se lanzó al agua y nadó hasta la playa. Me arrastró hasta la arena seca y me dio la vuelta.

—¡No respira! —gritó, tras hacer una señal para que viniera su compañero—. ¡Está muy pálido! ¡Trae el botiquín de restauración!

Después de algo más de un minuto, llegó el otro, me miró y gruñó.

—Lleva horas muerto —replicó—. No vamos a malgastar los restauradores en alguien que no podrá pagarlos. No va a volver a la vida.

El pescador que me arrastró hasta la arena seca movió la mano para que le pasara el botiquín.

—No podemos dejarlo así. Tenemos que intentarlo.

—No. —Escondió el botiquín detrás de su espalda—. Esto vale más denerios de los que ganamos en un par de buenos meses.

—Venga, siempre estás dándome el sermón de que el mundo está cada vez peor porque nadie pone de su parte. —Volvió a mover la mano para que le diera el botiquín—. Pongamos de nuestra parte. No pudimos salvar al niño que las milicias lanzaron al mar y eso nos atormenta desde entonces. —Insistió con un nuevo movimiento de mano—. Hagamos algo ahora.

Cuando muera el solWhere stories live. Discover now