Capítulo 8: Escalofrío

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Hoy era el cumpleaños de Astrid.

Meses atrás, cuando Wilson recién empezaba el onceavo curso, había decidido darle un regalo a esa rubia tan encantadora de la que se había enamorado: no era una gran historia, tan solo estuvieron encerrados juntos por una hora o dos al interior de un aula que el intendente cerró con llave sin darse cuenta de que estaban dentro todavía.

Para Wilson, esas dos horas de conocerse mejor y trabajar juntos para salir del aula habían sido suficientes para que Astrid empezase a gustarle: era una chica bastante alta para el promedio femenino, con su largo cabello rubio, completamente lacio y esos ojos azulados, casi como si fuesen de joyería. Sus cejas, perfectamente delineadas, casi como si las hubiesen dibujado de una en una y esas pestañas rizadas y perfectas sin necesidad de cuidarlas. Todo en ella era perfecto y aunque ya se conocían de antes, fue la primera vez que hablaban de verdad.

Incluso tuvieron que jalar de una ventana sellada con las manos juntas para poder escaparse desde ahí cuando asumieron que no llegarían por ellos hasta el día siguiente. Ese día, Wilson estaba más torpe de lo normal, pero lo atribuyó al nerviosismo por estar junto a Astrid todo el tiempo, pues todavía no estaba consciente de la condición que lo aquejaba: nunca antes había necesitado ejercitarse demasiado de todos modos.

Llegando a casa esa tarde, se había quedado dormido casi enseguida, pues apenas tocó la cama, quedó inconsciente sin haberse quitado la ropa de la escuela siquiera. Las señales siempre estuvieron ahí: fatiga, dolor en las piernas y esa constante torpeza que lo caracterizaba desde que entró a noveno grado... la ataxia ya estaba desarrollándose.

Pero hoy era el cumpleaños de Astrid, la última en ir a verlo al hospital mientras estaba siendo atendido. Sus otros compañeros se dieron por vencidos antes de la primera semana, yendo a verlo tan sólo una o dos veces realmente, pero ella sentía culpa genuina por lo que ocurrió el día de su accidente.

Wilson se le había confesado bajo un bonito cerezo en su anterior escuela: ella se había negado sin decir nada más y Wilson había asentido en señal de que aceptaba su respuesta, consciente de que no había nada más que hacer al respecto. Cuando se iba, antes de dar un paso en la parte más alta de esas enormes escaleras, una de sus piernas no le respondió ya que la había levantado. Todavía en shock por el rechazo de Astrid, inicialmente lo atribuyó a eso: estaba distraído y ya. Sin embargo, cuando intentó meter los brazos enfrente para tratar de amortiguar el golpe, tampoco los brazos le respondieron.

Aterrorizado por esa repentina falta de respuesta de sus extremidades, Wilson solo atinó a cerrar los ojos mientras su cuerpo chocaba contra el filo de un escalón varios peldaños abajo: no bastando con eso, siguió rodando y cayendo hasta llegar a la parte más baja, boca arriba, adolorido y con varios raspones. Se habría levantado rápidamente para irse, pero entonces, se dio cuenta de que su cuerpo seguía sin responderle, además de que le dolía horrores intentar mover aunque sea un dedo de los pies. Sus esfuerzos eran nulos y poco a poco, los escasos alumnos que estaban alrededor empezaron a acercarse, formando un significativo coro de curiosos que a su vez, llamó a más personas.

Lo que más miedo daba en esa imagen era que, aunque no se estaba moviendo, el sorprendido rostro de Wilson, aún en shock, dejaba caer a sus costados varias lágrimas y él mismo no sabía si eran de dolor físico o emocional.

Al final, alguien llamó a un prefecto, que a su vez le ordenó que se levantase de una vez, Wilson no podía aunque quisiera y le dolió bastante cuando intentaron hacer que se pusiera de pie a la fuerza. No fue hasta que gritó de dolor que el prefecto se dio cuenta de que algo malo ocurría. Simultáneamente, llamaron a una ambulancia y a sus padres, pero para ese entonces, Wilson ni siquiera intentaba mantener los ojos abiertos.

Las flores de cristalWhere stories live. Discover now