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Me dio el número de teléfono de su casa y me aseguró que podía llamarlo cuando yo así lo deseara, y no miento al aseverar que quise hacerlo no solo un par de veces durante los siguientes días, sino que la idea me perseguía varias ocasiones por hora. En el trabajo, mientras estaba con mis amigos o incluso cuando pasaba las noches en casa contemplando el cielo por la ventana me moría por robar el teléfono del departamento, marcar aquellos números que terminé por memorizar para no correr el riesgo de guardarlo por ahí, y sentarme en el silencio rogando por escuchar su voz.

Quería forzarme a permanecer despierto hasta altas horas de la madrugada, dejar que el amanecer me respirara en la nuca y marcar entonces. Aquello era impulsado por un deseo más profundo que el de despertarle, sino el de escuchar su voz apenas volver a la vida de un sueño prolongado. Imaginar cómo sonaría con el letargo adormeciendo sus cuerdas vocales, con un timbre más grave, rasposo y profundo me removía algo dentro de las entrañas. No obstante, aún con todo eso, me resistí.

Acordamos vernos el fin de semana, cuando ya no tuviera responsabilidades en la escuela y yo saliera de mi turno en el restaurante; le pedí que me recogiera ahí, en Alloro's, sin dejarle saber que no podía arriesgarme a que los vecinos se percataran de su presencia por el vecindario y comenzaran a hacer comentarios al encontrarse con mi madre o su esposo. Mich era, y yo estaba muy consciente de eso, mi puerta de escape a otra realidad; una en la que por unos minutos al día podía permitirme fantasear sin culpas, huir sin sentir las cuerdas en mis tobillos que me mantenían atado a mi vida. No iba a consentir tan fácil que la podredumbre de la veintitrés lo manchara... no tan pronto, no cuando aún no había comenzado siquiera.

Aquel día que nos llevó hasta casa, Jo me preguntó quién era.

—Es profesor —le dije—, da clases en tu escuela, de hecho.

Aquello no le explicó de dónde lo conocía ni por qué su amabilidad. Me cuestionó si yo había sido su estudiante y yo lo negué tan pronto como la escuché, sin embargo, pensé para mis adentros que me hubiese encantado. Tener la oportunidad de verlo todos los días, observarlo con aquel saco que cuando nos encontrábamos ya nunca llevaba puesto, contemplar cómo se estiraba sobre la pizarra al escribir la lección del día; la idea de verlo sentarse en el escritorio para comenzar a hablar por una hora entera me hacía vibrar. Qué suerte tenían sus alumnos de poder estar en su presencia cada semana.

Joanne se percató pronto de que no le daría mucha información así que dejó de insistir, aunque estuve seguro de que cada vez que me pilló mirando el teléfono, ella supo que soñaba despierto con sus ojos grises y el momento en que nos fuésemos a ver de nuevo. Estaba muy seguro de que la idea la tensaba más de lo que ella hubiera podido decirme con palabras, quizá aún tenía muy frescos los sitios espantosos a los que nos arrastraron pasiones similares en el pasado, y aunque yo deseaba su tranquilidad no era capaz de soltarlo a él para dársela.

Los días se me escurrieron más lentos que nunca, a veces tenía incluso la sensación de que cuando miraba en varias ocasiones el reloj este no solo dejaba de avanzar, sino que retrocedía con el fin de burlarse de mí y acrecentar la inquietud que me carcomía de adentro hacia afuera. Ni todas las tareas, actividades o distracciones que me pusiera en frente conseguían acallar la vocecita del otro yo al fondo de mi cabeza, que susurraba lo mucho que faltaba para verle otra vez. Tampoco era una sorpresa que fuera así, después del tiempo que el mini-Illya pasó con Mich, era normal que lo extrañara tanto o más que yo.

Pese a todo —y ante mi enorme sorpresa— me las arreglé bien para sobrevivir sin comerme las uñas hasta la cutícula. No le dije a nadie sobre nuestros planes, no lo hubiese hecho ni aunque tuviera a quién decirle; Diane y James estaban descartados, a Joanne prefería dejarla fuera en caso de que cualquier cosa saliera mal, en mi trabajo mi relación con otros meseros no era lo suficiente estrecha como para contarles algo así. En momentos tuve el impulso de querer hablarlo con Dylan y Susie, pero una voz me decía que no era una buena idea del todo. Una voz. No podía evitar que me hiciera gracia cuando me encontraba excusando a mis amigos, fingiendo que no había razón de guardar recelo pese al tiempo y los perdones entre nosotros. De alguna manera consideraba que Dylan estando al tanto de mis asuntos de ese estilo era siempre un mal augurio.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora