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Se escuchó el golpe de la puerta y, enseguida, mi suspiro. Observé el parabrisas por un momento, incapaz de girar la cabeza y enfrentarme a su mirada, aún cuando notaba por todo cuerpo que él sí me estaba contemplando a mí. La campana del auto se acompasó a los latidos de mi corazón, que retumbaban en mi garganta y hasta las costillas. Pasé la lengua por mis labios, de pronto secos, y dejé que me arrullara el silencio de la noche, que desde el auto solo se sentía un poco más distante que de costumbre. Entonces, al cabo de unos segundos, por fin conseguí voltear a verlo. Solo le iluminaban el rostro las lucecitas azules del tablero, el resplandor apenas cortaba la oscuridad lo suficiente para dibujar las formas más primarias de su rostro: la nariz, el mentón, los pómulos. Y sus ojos, que podrían habitar el abismo más profundo del planeta y seguir resplandeciendo; bajo aquella luz, parecían incluso más claros.

No me saludó, y tampoco lo llegué a hacer yo, pues lo primero que escuché salir de sus labios fue un "¿cómo estás?". Lo pensé un momento, y luego dos. No supe qué responderle. Ni siquiera si me hubiera puesto a ello por horas, habría encontrado las palabras exactas para describir cómo estaba, porque algo dentro de mí tenía el presentimiento de que ni siquiera podría identificar las emociones que me daban vueltas por el pecho y el estómago con imaginería abstracta. Todo a lo que atiné fue a soltar un suspiro y a encogerme de hombros, gesto que él reconoció en un instante. ¿Qué podría hacer sin él? Sin alguien que entendiera a la perfección las cosas que se me quedaban atoradas en la garganta, como si fuera fluido en la lengua desconocida de mis pensamientos.

—¿Quieres que vayamos a casa?

Me tallé las manos en el pantalón, para deshacerme de un sudor inexistente gracias al frío del invierno. ¿Quería? No en realidad. Me sentía atrapado, igual que una medusa en una pecera demasiado pequeña para mi propio cuerpo, en un mundo tan reducido como el departamento de Evan, el trabajo, mi casa, la suya. Y no era que fuese un mal sitio, de todos, su hogar era por mucho mi favorito. Pero tenía la impresión de que necesitaba un espacio abierto en el que el aire no se sintiera encerrado, o pudiese estirar las piernas y los brazos y por un segundo no sentirme tan cautivo. Amarrado. Pero era invierno y las alternativas no sobraban, así que una noche más tendría que aceptar la opción más vivible; le dije que sí y él me llevó a su casa.

No hablamos mucho en el camino, no sabía qué decirle y él tampoco me preguntó nada, por lo que el silencio apenas alterado por el ronroneo del motor y del viento que dejábamos atrás fue reconfortante. Ahí, viendo los manchones borrosos de los edificios pasar a nuestro lado, no era necesario pensar en nada que no fuera la noche, el frío aplacado por la calefacción y en lo agradable que resultaba la sensación del cristal congelado contra la frente.

Cuando llegamos a su casa dejamos nuestras cosas en la entrada y no existió necesidad de dar instrucciones, fue como si durante el trayecto hubiésemos comenzado a funcionar por inercia, intuyendo las acciones del otro. Lo seguí hasta el comedor y de ahí, a la cocina. Mientras Mich le sacaba el filtro a su cafetera y lo cambiaba por uno nuevo que llenar con café fresquito, yo moví los bancos de su isla para no ir a hacer chillar el suelo y me senté observando cada uno de sus movimientos de la misma manera que si se tratara más de un ritual místico y ancestral que una simple tarea hogareña como lo hacía cada noche de la semana. En cuanto todo estuvo hecho y escuché el chorro de agua golpear el fondo de vidrio, supe que no postergaríamos mucho más mis silencios. Me lo confirmó el segundo que permaneció de espaldas a mí, observando el electrodoméstico, antes de darse la vuelta para encararme y recargarse sobre la piedra negra de la superficie.

—Y bien... —Me miró con cautela, antes de continuar—. ¿Quieres decirme lo que sucede? —A pesar de que me moría por perderme en las vetas del mármol simulado, o en el aroma del café, que de a poco comenzaba a inundarlo todo mientras teñía el agua que lento, pero seguro, se acumulaba en el vaso de la cafetera, lo miré. Busqué sus ojos grises porque mi necesidad de escape no justificaba el no buscarlo cuando él me demandaba, sin palabras, que lo mirase con tanta solemnidad como él lo hacía conmigo. Mordí el interior de mi labio hasta que la sensación de ardor se me derramó por la boca y el sabor de la sangre me inundó el paladar—. Illy... Lo que más quiero es poder ayudarte, buscar una manera, la que sea, para cargarme uno de tus pesos y que no se te haga tan complicado llevarlo. Créeme, ninguna cosa me gustaría más. Pero no puedo hacer nada por ti si no me dejas.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora