24

1.1K 144 36
                                    

Un golpe, la respiración de pronto acelerada, sudor por la columna en pleno invierno. Me hubiera encantado no reconocerlo tan rápido, saber que una parte de mi cerebro aún no estaba tan familiarizada con la ritmicidad de lo sucio. De lo impuro. De lo que era natural, pero que por alguna razón no se sentía bien sobre el cuerpo. Sin embargo, la verdad era que lo llevaba tallado más allá de mi piel, no eran solo cicatrices; se encontraba en mis huesos, en la médula y cada ramificación del sistema nervioso. Estaba casi programado para identificar el patrón exacto entre el eco retumbante de una cabecera contra el muro.

Alguna vez, cuando era un adolescente, tuve una pesadilla: me cortaba la mano y, de la hendidura entre la carne, no brotaba sangre, sino semen. Era una infección que me corría por las venas, amarilla y maloliente, y aunque parecía, estaba seguro de que no era pus. No por ello significaba que era menos infecto. Aquella noche, mientras mis pupilas se acostumbraban a la oscuridad de la madrugada, recordé ese sueño.

Cerré los ojos, como para espantar la vívida imagen de aquel infierno onírico, y tomé cada costado de la almohada mullida para presionarla con fuerza contra mis orejas, con la esperanza de ensordecer sin éxito alguno. Cuando menos lo deseaba, mis tímpanos parecían dotarse de una capacidad sobrehumana para detectar la menor onda de sonido que pudieran reconocer como un gemido. Desistí; reemplacé el poliéster y el algodón por mis índices, que hicieron mejor su tarea... pero pasar la noche con los dedos metidos en los oídos no era factible. Yo lo sabía. Ya lo había intentado en alguna ocasión.

Lo peor de todo quizá no era ni siquiera el escuchar, o sí, pero era casi tan malo como la gran capacidad de la imaginación para formular las imágenes más desagradables posibles.

Si me lo hubiesen preguntado, hallar la respuesta a por qué habría sido imposible; no obstante, estaba seguro de que los padres nunca deberían encontrar a sus hijos en la cama con otra persona. Y ningún hijo tendría que estar al tanto del momento exacto en el que se cogían a su madre. Algo se rompía sin remedio en el instante en que eso sucedía; antes de James fue mi padre, y encontrar la fortaleza para mirarlos de la misma forma a cualquiera de los dos me pareció imposible. Lo más jodido era que no se quebraba y listo, te acostumbrabas a ello; cada que sucedía, los trocitos continuaban repiqueteando. Tal vez nunca terminaba de hacerse polvo bajo las suelas de los zapatos, siempre había un cristalito que se clavaba en la planta de los pies.

Cuando saliera el sol, iba a sentirme terriblemente sucio.

En otras ocasiones, quizá, me hubiese limitado a rodarme por el colchón, en la imposibilidad absoluta de conciliar el sueño por la inquietud que se me pegaba a la piel. Tan solo deseando que James acabase rápido, que volvieran a dormirse y de nuevo el silencio fuera ocupado por la nada, por el crujir de las paredes debido a la vejez en su estructura y no por la furia puesta sobre un colchón.

Sin embargo, esa noche no podía permitírmelo. Estaba seguro de que si me quedaba ahí iba a enloquecerme por completo, tal vez no podría volver a tener sexo en mi vida, o quizá dormir de nuevo estaría fuera de la jugada hasta el último día de mi existencia. Empecé a sentir que las paredes de ladrillo eran más estrechas a mi alrededor, a ser consciente de cómo la sangre corría por cada vena y arteria en mi cuerpo. Pensé en la pesadilla.

Guiado más por el instinto que por la razón, me moví muy despacio para levantarme de la cama, procurando no hacer chirriar uno solo de los resortes desgastados. Me quité las colchas de encima y me quedé de pie, descalzo sobre el suelo helado. Hacía algunas noches dormía en la plena comodidad de unos brazos cálidos que no hubiesen permitido jamás que la necesidad de autopreservación me arrojara lejos de mi sitio de descanso.

Tomé el teléfono y uno de los abrigos que hacían un bulto sobre la silla del escritorio frente a la cama, ese que cuando recién despertaba y gracias al juego de luz y sombra, adoptaba la forma de los miedos que sin éxito trataba de suprimir todos los días. Me envolví entre la imitación de borrego que raspaba sobre mi piel y controlando incluso las respiraciones que salían de mi boca, me dirigí hasta la ventana. Quité el seguro, la levanté muy despacio. Ni siquiera cuando una piedrita de la cornisa rasguñó el cristal se detuvieron los gemidos desde la otra habitación.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora