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Por alguna razón, el sonido de las latas chocando entre sí dentro de la bolsa de plástico se sentía muy acorde al de la llave encajando en los dientes de la cerradura. Metal con metal. Como cada día que estuve ahí, conseguir que la puerta cediera no fue tarea sencilla; estaba vencida en su marco, y el óxido que todos los años avanzaba en su labor de comerse el cerrojo no facilitaba mucho las cosas tampoco. Sin embargo, ya habiendo resuelto más o menos el truco, una vez que la llave giró, me empujé contra la superficie y tuve mucho cuidado en no ir a trastabillar de más. No se pudo decir lo mismo de la sopa instantánea o las botellas de agua, que seguro estarían abolladas cuando las pusiera sobre la mesa de la cocina.

Saludé a los gritos, con la intención de ir primero a dejar la comida a un sitio donde no me fuera a estorbar para hacerle la limpieza de la herida, sin embargo, lo único que me respondió fue el eco de mi propia voz entre las paredes desnudas del departamento. Aguardé en aquel incómodo silencio por unos segundos, rogando que estuviera dormido y, por lo tanto, apenas se encontrara espabilando, impulsado por mis maneras poco delicadas. Lo llamé una vez más, esta vez por el nombre; y de nuevo no obtuve contestación alguna. Las tripas se me convirtieron en una bola de alambre de púas bajo la piel del abdomen y, por un instante, me quedé bien quieto, con los pies de plomo anclados al suelo.

Con el otro yo susurrando malos presentimientos a mi oído, tuve el impulso de aferrarme a lo único a mi alcance: la bolsa en mi mano. La apreté con una fuerza más provocada por el miedo que por el coraje, hasta que las uñas se me encajaron en la palma y supe que ese día, por la tarde, algunas llamativas medias lunas pardas adornarían toda la cúspide del pulpejo. Por querer, no lo hubiese hecho, pero me obligué a andar en dirección al cuarto, incapaz de decir nada o volver a llamarlo; rogando en silencio a cualquier deidad que pudiese oírme que por favor no estuviera muerto.

Al atravesar la puerta, me recibió la noticia de que no, no lo estaba.

Aunque no supe decidir si su situación era mucho mejor que la muerte, ni tampoco quise pensar demasiado en que, de hecho, se asemejaba muchísimo a la antesala de la misma.

Su cuerpo me recibió arqueado de una forma anormal y, en cuanto lo vi, me pareció tan grotesco como tétrico. Lo suyo no era la curva natural de una persona al estirarse en medio de un bostezo, sino una "C" casi perfecta que mantenía el equilibrio en su cadera y sus hombros. Aquellos ojos cerrados con violencia, y el rastro ácido de sus lágrimas descendiendo por sus mejillas. Los dientes también los apretaba con un ímpetu impresionante, marcando de forma anormal los músculos de su mandíbula. Las manos vueltas puños, los nudillos blancos. Esa manera desesperada en que su pecho subía y bajaba arrebatado, entrecortado, como si la mera intención de respirar le costara la vida entera.

La impresión solo me permitió presenciar aquel espectáculo, digno de una película de terror, durante un momento. Sin embargo, cuando caí en cuenta de las sábanas empapadas en sudor y el chirrido de sus dientes, supe que la prisa y yo nos convertiríamos en mejores amigos. Fui hasta él y, repitiendo su nombre como si de ese modo pudiera labrarme un espacio a la cámara hermética mental en la que se encerró, traté de hacer que su cuerpo volviera a la posición natural. Me asombró la sensación dura de cada uno de sus músculos, desde los brazos, el estómago y las piernas hasta el rostro. Era como si hubiesen reemplazado sus huesos por varillas de hierro y su carne por pelotas de liga. ¿En qué momento sucedió eso? Y, para peor, una mancha granate se expandía a gran velocidad por la tela gris de la camiseta que llevaba puesta; se abrió la herida de nuevo, y sangraba como si no fuese a detenerse nunca. Me quedé frío bajo la certeza de que, esa vez, por mi cuenta sería incapaz de ayudar en nada.

Con el nerviosismo propiciando el temblor de mis manos, me tomó dos intentos conseguir marcar el único número que conocía de memoria, y a la persona que podía confiarle mi miedo. Mich respondió muy pronto, quizá alarmado por lo inusual de mi llamada a esa hora. Por medio de un mensaje, en la mañana, le conté que por la tarde estaría cuidando de Evan.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora