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Me levanté en medio de una respiración agitada con espalda cubierta de sudor; el pitido del teléfono distorsionaba los retazos de un sueño que distaba mucho de ser una pesadilla, sino que se desarrollaba entre un océano de piel, hombros y caderas, en medio de una laguna de mercurio. Notaba aún el fantasma de sus manos en mi nuca, me acechaba cada noche sin falta desde el día del lago. Si lo hubiera llevado hasta el final no me perseguiría hasta en mis sueños o a mitad de cada idea por desarrollar, pero él se detuvo.

—Se hace tarde... —jadeó contra mi boca, sus manos en mi cadera fueron algo muy distinto a cualquier otra cosa que yo hubiese experimentado. No me importaba un bledo la noche, la hora, si debíamos volver a casa, si la temperatura ya descendía o el camino era largo. Lo besé de nuevo, me regaló el milagro de su risa sobre mis labios—. Debemos irnos, Illy.

¿Debíamos? Sí, notaba el vientecillo colarse entre nuestros cuerpos con su susurro otoñal, avisando que poco faltaba para el invierno, pero, ¿y qué? Estaba seguro de que podíamos guardar el calor, solo tenía que permanecer cerca de mí, muy cerca, tanto como hasta ese momento. Si desabotonaba su camisa y él me quitaba la chaqueta tendríamos incluso menos frío. Tal vez intuyó mis pensamientos, pues volvió a reír antes de apartarse para ponerse en pie con un solo movimiento; después me extendió la mano y me ayudó a levantarme. El sol se había ido casi por completo, pero aún quedaba luz suficiente para ver su rostro sonrosado y sus labios hinchados.

Todo el camino de regreso la música era alta, las ventanas estaban abajo.

El viento enredó mi cabello; escucharlo cantar, mis pensamientos.

Nunca me sentí tan libre.

Ya estaba bien entrada la noche cuando me llevó a casa sin que yo se lo pidiera, porque de haberme preguntado yo le habría implorado que nunca me permitiera regresar ahí. ¿Era que no podía quedarme con él todo el tiempo? Pese a ello, cuando apagó el vehículo yo continuaba sonriendo como si mi vida dependiera de dicho gesto. Ni siquiera me preocupó el poder llegar a verme ridículo, más feliz de lo que dictaba la norma después de lo que ya me tomaba la libertad de llamar "cita" en mi mente. Mich igual parecía muy contento, sus ojos continuaban igual de resplandecientes en medio de la oscuridad.

Me pidió mi teléfono, quería llamarme. Yo no tenía uno, pero me apresuré a darle el número de aquel pequeño aparatito que mi madre le regalò a Jo dos años atrás por su cumpleaños, el mismo que ella dejó arrumbado debido a que no le encontró sentido y, por sus palabras, le resultaba aburrido. A mí tampoco me atraía con particularidad aquel celular, pero habría encontrado la manera de entrenar a una paloma mensajera o memorizar los códigos de las señales de humo si me lo pidiera así. Por suerte fue solo un número.

La despedida me puso más nervioso de lo que hubiera esperado, ¿qué se suponía que iba a hacer? Las opciones de darle un apretón de manos o murmurar un simple 'nos vemos' estaban sobre la mesa, no obstante, si él no tomaba la iniciativa, quizá cruzaría el espacio entre ambos asientos y lo atraparía en un abrazo del cual no se libraría en varios segundos, no hasta que yo pudiera inhalar para llenar mis pulmones con su aroma y sobrevivir así los siguientes días viéndome obligado a depender de nueva cuenta del oxígeno.

Mich resolvió el problema. Atravesó el asiento y colocó una de sus manos en mi mejilla; ¿habría notado la forma en que me apoyé contra su palma, en mi manera personal de decirle que estaba en sus manos si él me aceptaba? No llegué a saberlo, pues antes de desarrollar la idea se acercó para dejar un beso no en mis labios, sino cerca de ellos. No fue como esos saludos o despedidas en las que las personas nada más colocan su rostro contra el tuyo. No. Sus labios acariciaron mi mejilla y permaneció ahí el tiempo suficiente como para revolucionar algo que no llegué a entender muy bien. Ni siquiera deseé que me besara en la boca, ahí no me hubiese provocado lo mismo.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora