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Me alejé del callejón en zancadas tan amplias como mi miedo en ascenso; pronto, apenas doblar la primera esquina, las mismas menguaron de una rápida caminata a un trote ansioso y, después, en una carrera contra una realidad que me mordía los talones. Las personas que avanzaban por mi costado y también las que iban montadas en sus autos por la carretera volteaban las cabezas al verme pasar con esa cara de espanto pintada por todo el rostro, lo noté, mas no me importó. Poco podía preocuparme la forma en que casi escuchaba la palabra 'loco' cruzarse por sus mentes, pues solo era capaz de pensar en seguir avanzando. Corriendo. Huyendo.

No estuve seguro de cuánto tiempo lo hice, la cantidad de cruces atravesé sin mirar a los lados bajo la amenaza punzante de ser atropellado por un conductor despistado. Quizá, en el fondo, algo así buscaba; pero incluso si era mi muerte, ya sabía yo que esta jamás venía de la manera en la que lo deseaba. Me detuve cuando el fuego se apoderó de mis pulmones y el humo de dentro me robó el aliento; me interné en otro callejón, el primero que se me cruzó en el camino, aunque antes de tener la oportunidad de tomar una bocanada de aire para sofocar el incendio vomité sobre el concreto.

Mi estómago estaba vacío, aquella mañana no tuve tiempo de desayunar cuando Jo me invitó a sentarme con ella para tomar un cereal, así que todo lo que salió de mi boca fue una bilis amarillenta que me dejó en el paladar un gusto amargo de pánico revuelto con la necesidad asfixiante de desaparecer del planeta. Me doblé sujetando mi estómago con una mano y aferrándome a la pared con la otra para mantener el equilibrio. Con el primer respiro sobrevino otro rechazo de mi sistema al mismo, así que estuve ahí tal vez cinco o diez minutos, hasta que ya no pude expulsar nada y mis arcadas fueron solo eso.

Todo mi cuerpo se acalambró por el esfuerzo, así que me apoyé en el muro y respiré un momento, cerrando los ojos y golpeando la parte trasera de mi cabeza sobre el ladrillo, con la esperanza de provocarme una contusión lo suficientemente grave para no tener que lidiar con nada de lo que pasaba a mi alrededor.

No sucedió.

En cambio, cuando la niebla se disipó de mi mente, recordé la dirección en la que corría y su nombre se me cruzó por la cabeza. 'Mich', lloriqueó el otro yo y estuve a punto de hacerlo junto con él. ¿Me habría demorado mucho? Esperaba que no, en ese instante no hubiese podido lidiar con la idea de perderlo, cuando en medio de todo el caos fue el único pensamiento que no temblaba dentro de mi cráneo. Su nombre fue el único que permaneció quieto y estable, incluso más que el mío. Entonces retomé mi camino hasta la biblioteca, suspirando de alivio al verlo ahí, frente a la puerta principal, recargado en su auto observando a los lados.

Pensé que tal vez jamás me acostumbraría a ver a una criatura de su calibre esperar a por una del mío.

Me envolvió en un abrazo breve, no supe cómo expresar que necesitaba mucho más que eso. Temí que fuese demasiado pronto, o muy íntimo, mirarlo a los ojos y decirle: "no me sueltes, por favor, aún no". Deseaba, aunque tal vez la palabra correcta era 'necesitaba', aferrarme a su cuerpo de la misma manera en que lo hacía a los buenos sueños cuando tenía la suerte de soñar con ellos: como si mi vida dependiera de ello. Dentro de mí bailaba la urgencia imperiosa por esconder el rostro en su pecho, perderme en la textura del algodón de su camiseta o aspirar su aroma tan distintivo desde la curva de su cuello. No lo hice, me alejé cuando él me soltó. Antes de decir nada más, frunció el ceño y me dijo, muy serio: "estás pálido".

De haberme preguntado si vi un fantasma yo hubiese negado con la cabeza: "no, un fantasma no, un demonio quizá". Muy por el contrario a eso, Mich no pareció tomarlo como una broma. Sostuvo mi rostro entre las manos y lo movió con la mayor delicadeza que yo hubiese visto a alguien manipular cualquier cosa; como si estuviese tratando no con un ser hecho de hueso y piel, sino con las alas frágiles de un pajarillo o una mariposa. Después me apartó el cabello de la frente y colocó su palma ahí mismo, cerciorándose de mi temperatura. Me sentía frío, tan frío, aunque estaba seguro de que no tenía fiebre; él lo verificó un segundo después.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora