Capítulo 1: Disertaciones en frío

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Luego de semejante serie de acontecimientos, ese día, al que decidí llamar día seis, me pareció levantar dos pesadas persianas que me cubrían los ojos. Con la mirada borrosa e indescifrable, logré divisar desde la cama el arreglo floral sobre la mesita al fondo de la habitación en medio de mucha oscuridad. —De pronto, esas flores te habrían gustado. Si pudieras verlas... —dije a la nada, sin abrir la boca, mientras intentaba enfocar las letras en hilo dorado.

—Las flores más ostentosas de la sala y una larga cinta fúnebre con el nombre escrito en dorado: dos cosas que todos van a ver, menos el personaje al que están despidiendo. ¡Una ridiculez! —dijo una vez Lalo, un día que conversábamos sobre la muerte y sus rituales.

En ese momento, recordé que Clara y el sol hacían cosas parecidas: anunciaban su llegada a mi habitación acariciando con su luz los relieves más pronunciados de mi piel ya desgastada. Ambos entraban con dulce cadencia y me saludaban con un silencio apaciguador mientras yo me hacía el dormido. Con los ojos cerrados y el corazón abierto, yo escuchaba sus pasos descalzos por el suelo de mi cuarto. Clara y el sol, en efecto, se parecían, aunque a veces yo sentía que ella brillaba más.

Mucho antes, unos seis años atrás, saliendo de la universidad, mi buen amigo Lalo y yo discutíamos, al son de un café que se iba enfriando, sobre la procedencia de aquellas verdades entrañables y místicas que intentan explicar tantos porqués alrededor de la existencia. Él, segurísimo de que su idea era original, decía que, posiblemente, nuestras acciones ya están prescritas por un agente externo y nosotros vivimos solo para apegarnos a un libreto sobrenatural.

Dichos por otra persona, esos clichés pseudo-filosóficos habrían tenido el mismo impacto que el silencio, pero, acompañado de los gestos e idiosincrasia de Lalo, este y cualquier otro discurso barato cautivaban la atención del más disperso. Yo, por lo menos, no dejaba de meditar en esto con cierto terror, años después, cuando el día seis llegaba a su fin y se convertía en una lluvia nocturna que empapaba un trozo de tela en mis manos.

Él medía más o menos un metro ochenta de estatura, su piel era tan blanca como su alma, aunque tenía la nariz enrojecida por los agresivos rayos solares de enero, gustaba de usar pantalones entubados y camisas ceñidas a su figura esquelética. Sus lentes rectangulares se sostenían en un marco delgado, cuyas patas se perdían en el pelambre negro, lacio y abundante que portaba sobre la cabeza. El único rasgo físico que Clara y Lalo compartían era un timbre de voz aflautado que se estiraba sonoro y gracioso cuando finalizaban una pregunta terminada en o: «¿me prestas un esferooouu?», «¿qué vamos a hacer en enerooouu?», «¿sabías que te amooouu?»... Por lo demás, parecían de distintas familias.

Lo segundo que vino a mi memoria en ese momento fue que Lalo y la luna hacían cosas parecidas: eran visibles casi a la misma hora de la tarde, con sus rostros pálidos y sus mejillas llenas de cráteres. Derrochaban luz e inspiración y se robaban las miradas de los caminantes nocturnos gracias a su extraño atractivo. Su fulgor se desvaneció el mismo día que el de Clara.

Nunca había imaginado que ser el único sobreviviente de una tragedia, lejos de hacerme sentir afortunado, me fuera a causar vacío. Habría preferido dejarme ir y volar junto a ellos dos hacia donde sea que hayan volado, pero ahora yacía yo solo en la misma cama que compartí con Clara desde que nos casamos, en el mismo apartamento en que, tiempo atrás, le confesé a Lalo lo enamorado que estaba de su hermana.

Desperté ahogado en una laguna mental que amenazaba con desbordarse y, antes de abrir los ojos, traté de reconstruir sin mucho éxito lo sucedido la víspera del accidente. —¿Flores fúnebres? —cuestioné y traté de hurgar en la memoria. —Qué letra más cursiva —me dije, mientras miraba desde lejos el difuso grabado sobre la banda de tela al otro lado de la alcoba.

Dormirán los fantasmasWhere stories live. Discover now