Capítulo 8: Arturo

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Una mañana nebulosa y helada, en la frontera de pastizales monstruosos y robles sin edad, dos reclusos y un muerto contemplaban sus reflejos en el río... Contemplábamos.

—Entonces ambos estuvieron presos —afirmé y pregunté al tiempo.

—Lo estuvimos y huimos hace unos días y, si no fuera por él —señaló con la cara hacia el recluso, quien estaba a unos diez metros de nosotros terminando su baño —, tú serías el prisionero y en peores condiciones que las nuestras. Incluso, puede que ya hubieras muerto... del todo.

El torso del recluso era huesudo. Desde el perfil en el que yo estaba ubicado, sus pómulos eran casi tan pronunciados como sus costillas. Yo le observaba desde lejos, sin saber aún qué sentir hacia el extraño joven, pues se había confabulado con mi cuñado para atentar contra las dos vidas que más me importaban y luego las había salvado, ante lo cual el recelo y la dudosa indulgencia se enfrentaban a arrebatados espadazos en mi cabeza. Mientras yo meditaba en esto, iba secando con cuidado la carita lastimada de mi valiente amor.

—¿Te duele?

—Ya no, cielo. Solamente se ve muy mal.

—Eres tan fuerte... —le besé la frente, cuya blancura se veía interrumpida por los raspones de mi recuerdo hecho pesadilla, aunque esta vez más secos, con mejor aspecto. Se notaba que su caída había sido tan brusca como la mía.

El recluso regresó a la orilla, lejos de nosotros, y se ubicó detrás de un par de árboles, donde había dejado la maleta, para terminar de vestirse. Su ensimismamiento me llamó la atención.

Dejé por un momento a Clara y entré con cuidado a las aguas, cuya altura me llegaba a las rodillas, poco más arriba, lo cual me indicaba que no estaríamos muy lejos de algún lugar poblado. Al juntar mis manos y empaparme la cara, sentí una fila de puntos de sutura desde arriba del entrecejo casi hasta la sien. En todo ese tiempo, no me había tocado ni el rostro ni el cabello y pude ver también que la barba empezaba tiznarme el semblante de un negro interrumpido por algunos vacíos. La seda entrando y saliendo por la piel de mi frente en cortas puntadas era realmente palpable a las yemas de mis índices.

Regresé al borde para acompañar a Clara en silencio y el recluso se acercó a nosotros ya con el gran equipaje al hombro y vestido con ropas limpias, pero todavía de presidiario. Nos entregó otras prendas iguales para Clara, junto a una bolsita de tela negra.

—Mira, vendas y cinta médica. Ayúdala a cambiarse tanto de ropa como de vendaje.

—¿Algún jabón, alcohol... yodo? —pregunté, mirando los artículos en mi mano.

—No, eso puede afectar la cicatrización. Asegúrense de que quede impecable solamente con lo que hay a la mano.

Dio media vuelta y, tras caminar unos metros, se sentó entre la maleza y sacó algo de un bolsillo lateral de la maleta. Parecía un teléfono.

—¿No lo ha hecho él todo este tiempo?

—Desde el principio me dio a entender que prefiere que seas tú el que se ocupe de «estos menesteres». He notado en él cierta timidez con respecto a nosotros, aunque puede ser simple remordimiento.

Una combinación de hilaridad y ternura se me despertaron y me dispuse a seguir las indicaciones sin decir más. Ella soltó los primeros cuatro botones de su amplia y masculina chaqueta carcelaria y noté la protuberancia rojiza a la altura de su espalda. Se veía que la extracción de los fragmentos del proyectil había sido agobiante y dolorosa, aunque me parecía que estaba sanando correctamente, dentro de lo poco que sabía, pues no había supuraciones ni colores extraños alrededor. Este tipo trabajaba bien.

Dormirán los fantasmasWhere stories live. Discover now