Capítulo 7: Crónica de una persecución - II

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Solo hasta esa helada madrugada, en medio de un bosque salvaje que parecía tragarnos, supe que el amor tiene voz.

Haberla creído muerta días antes añadió un aire de solemnidad a su presencia, pese a que la lobreguez de la hora no me permitía verla, lo cual me abrió los ojos ante la paradoja de conocerla desde siempre, amarla desde casi siempre y ahora sentir que la veía por primera vez, aunque fuera a través del sonido.

—Más tarde la saludas. Toma... —dijo el recluso y me entregó la maleta a través de la abertura. La dejé a un lado y le di paso al extraño, sin dejar de mirarla a ella, o al menos, sin dejar de mirar hacia donde sabía que estaba ella, quitándose la bolsa de dormir e incorporándose despacio, mientras terminaba de salir del sopor del sueño.

—Quedan unas dos horas y media antes de que empiece a amanecer, de manera que debemos apurarnos a comer y desarmar la tienda. Por favor, procuremos movernos en silen...

El esnifar de nuestras narices fue interrupción suficiente para que el recluso guardara silencio unos minutos mientras Clara y yo nos entregábamos al llanto del reencuentro, tan abrazados que nuestros espíritus podrían haber ocupado un solo cuerpo. Las primeras lágrimas de alegría en tanto tiempo gritaron los «te amo» que no habían sido dichos con todos los sentidos en años de rutinaria compañía.

Lalo siempre tuvo razón: la fragancia es el amuleto del hogar que nos acompaña adonde pisemos y lo comprobé al respirar la esencia de la mujer en mis brazos, pues, aun en medio de la nada y siendo nadie huyendo de nadie, me sentí en casa. Al tratar de incorporarme, la pierna y la cadera me recordaban que no habían sanado aún del todo, pero la molestia era mínima comparada con la del día seis durante la huida en medio del aguacero. Lo que sea que el recluso me haya medicado antes de dormir en las cañerías estaba funcionando.

—Les decía... —habló nuevamente el hombre, luego de carraspear un poco —intentemos dar cada paso en silencio.

Noté cierto enternecimiento en su voz, como si él hubiese esperado ese momento tanto como yo, y se escucharon los broches del equipaje soltándose.

—El Río Botero está a una hora caminando. Pido, por favor, me dejen ser el primero en hacer una pausa de diez o quince minutos para darme un intento de baño, o no va a ser Eduardo el que nos mate sino mi hedor a tubería.

—Y el tuyo —dijo Clara, tocándome la espalda. Ya nos habíamos incorporado y yo estaba sentado a su lado, rodeándola con el brazo y mi mejilla contra su sien, como dos novios ya no tan jóvenes en un gélido y selvático cinema. Una vorágine de sensaciones reveladoras empezaba a despertarse.

—¿A dónde vamos? —pregunté.

—El médico no ha querido explicármelo, pero el caso es que no nos vamos a quedar acá, amor. Esta era apenas la parada del... reencuentro, digamos —. Su voz aún tenía un dejo de gangosidad por los vestigios del lloro, lo cual aderezó graciosamente la palabra «médico» para referirse a quien yo ya había bautizado irreversiblemente como «recluso». Su hablar desabrochado y poco formal, pragmático, era una violenta contraparte ante el grandilocuente estilo del extraño presidiario. Y el mío, por supuesto.

Mientras Clara hablaba, nuestro compañero nos entregaba algunas latas ya abiertas. Era ágil con las manos. Comer en silencio despertó para mí la atmósfera rutinaria del hogar e incluso, en un punto, llegué a sentir que acabábamos de llegar de nuestros trabajos y cenábamos con el cuerpo en el sofá, la mente en los quehaceres venideros y el alma por ahí, inerte en algún lado. Casi digo «voy a acostarme, Clear, no olvides cerrar la perilla del gas» al terminar de comer.

—Gracias por haber elegido con variedad. Estoy segura de que no podría aguantar más de tres días con el mismo sabor —, le dijo al recluso y luego se volteó en mi dirección —¿qué te tocó comer en la recámara del enfermo de mi hermano? —Todavía el escucharla y saber que estaba junto a mí, tan viva como yo, tan muerta como yo, me avivaba un sabor a resurrección, a experiencia dantesca.

Dormirán los fantasmasWhere stories live. Discover now