Capítulo 4: Tres caídos, dos impactos

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Fui visitado nuevamente durante el adormecimiento por las mismas imágenes aterradoras. La voz que me hacía aquella pregunta ininteligible otra vez se convertía en una negra y gigante boca que me devoraba y otra vez mi esposa lastimada se acercaba al borde de la celda flotante y yo la empujaba al vacío.

Pero esta vez, una nueva pesadilla se abrió paso antes de que yo despertase: la detonación de un disparo me aturdía los oídos y yo caía al asfalto, pero el sonido del impacto provenía de atrás y lo que me abatió venía del costado. Una vez en el suelo, miraba hacia un lado y Clara yacía junto a mí, boca abajo, con lo que parecía una herida de proyectil en la parte derecha alta de su espalda. Aún era de día.

Y entonces desperté. Aún sin abrir los ojos, me pareció que el calor de la mañana era acogedor, considerando que acababa de vivir una noche equivalente a cientos de horas en oscuridad y lluvia. Escudriñé, con la voz de la cabeza, mi conversación con el recluso bajo el puente del caño pútrido horas antes. Repasé cada una de sus explicaciones y actitudes, deseoso de saber su relación con todo esto, ya que se veía tan involucrado en el misterio como Clara, Lalo y yo.

Y a pesar de la cantidad de dudas aún abiertas como puertas sin luz, la más importante estaba resuelta: mi esposa vivía. El fundamento de mi respiración y existencia, cuya ausencia yo creí eterna horas antes, seguía con vida y esta era mi esperanza. Con tal certidumbre como bastión y el proyecto irrestricto de verla nuevamente, abrí los ojos y me sorprendí al notar que estaba en un lugar completamente distinto a la cañería que nos albergó al recluso y a mí la noche anterior.

Era una habitación evidentemente improvisada y la cama sobre la que amanecí, absurdamente delgada. Si me giraba un poco, corría el riesgo de caer al piso y quizás por eso el curioso mueble carecía de patas, de manera que yo estaba acostado prácticamente al nivel del suelo. Con todo, era un remedo de cama sorprendentemente cómodo.

Un pequeño cristal semicircular que no alcanzaba a merecer el título de ventana dejaba entrar un lánguido espectro de luz que cubría quizás una quinta parte del lugar, cuya área no sería mayor a cuatro metros cuadrados. Las paredes lucían una desnudez de puros ladrillos, a excepción de una de ellas, la cual parecía de cal y canto, evocando así un ambiente de construcción antigua. Al mirar alrededor, noté que yo estaba solo y que no parecía existir una puerta.

Esto último impulsó una intranquilidad que me incorporó de la cama para escudriñar el sitio con una vista más aguda. El material del suelo era similar al de la pared de cal, suave y tibio al tacto de los pies. Una mesita rectangular de olmo natural, una silla quizás del mismo material y un par de bolsas negras como de basura eran todo lo que había en la curiosa habitación. Me acerqué a la mesa y vi un abrelatas sobre ella.

Al caminar, noté que las proporciones del extraño habitáculo eran bien irregulares: las paredes parecían estar inclinadas como queriendo chocarse las cabezas algún día y el suelo se sentía levemente ladeado. Era una especie de Dormitorio de Arlés, pero en lugar de Van Gogh, un muerto viviente era quien lo habitaba, después de haber confiado su vida a un recluso anónimo unas horas antes.

Mi pierna y cabeza dolían mucho menos que la noche anterior, lo cual comprobé al tensar los músculos y caminar los cuatro o cinco pasos medianos que la habitación permitía. El hambre de la mañana era tan punzante, que no podía concentrarme en el misterio mismo en el que estaba envuelto, de manera que husmeé en una de las bolsas intentando no romperla, estaba amarrada con mucha fuerza, en la cual encontré un cepillo de dientes nuevo con una cajita de crema dental, algo de ropa tanto interior como exterior, un sobre de desodorante... Y en el fondo, algunas latas.

Me llamó la atención el hecho de que tanto la marca de los productos de aseo como de los enlatados se vendían solamente en algunos mercados ubicados en grandes ciudades muy lejos de la mía. Tomé dos de los provocativos cilindros de aluminio y me senté a la mesa a abrirlos con la exaltación de quien encuentra un oasis. En uno había pequeños embutidos y en el otro, unas legumbres similares a las habas, que no logré identificar, pero que estaban cumpliendo perfectamente su función. A la mitad de mi banquete, sonó el timbre de un teléfono.


***


Un corrientazo de susto me atragantó y, mientras tosía, intenté rastrear el origen del sonsonete. La onda del timbre me condujo hacia las otras bolsas de basura. Abrí con todo afán una de ellas y, efectivamente, un teléfono que aún para aquella época era ya viejo vibraba y alumbraba mostrando un número desconocido. Oprimí el botón verde.

—Ve desacostumbrándote a los nuevos táctiles. Solo podremos usar de esos —dijo la voz del recluso al otro lado, sin que yo alcanzara a decir aló.

—¿Dónde estoy? ¿Dónde estás? De hecho, ¿quién eres? —pregunté y exigí al tiempo. Empecé a caminar en zigzag por el lugar sin perder de vista mi festín enlatado sobre la mesa.

—Lamento las nuevas sorpresas. Soy consciente de que tienes aún más dudas que certezas, pero me temo que es imposible detenerse a conversar la historia de dos meses cuando varias personas corren peligro a causa tuya. Tranquilo, sé que no eres culpable. Hoy vamos a huir, pero no podemos hacerlo sin acordar un punto de encuentro e ir por Clara, así que...

—¿¡Y Lalo!? ¿Por qué siento desde el principio que evitas mencionarlo o involucrarlo en tu heroico plan de huida de quién sabe qué? Necesito y exijo más respuestas y te aseguro no me moveré ni obtendrás mi ayuda mientras tus comandos pseudo-militares de mediopelo carezcan de explicación. ¿¡Por qué no vamos por Lalo!? —Recuerdo no haber respirado ni por medio instante a lo largo de esta colérica reclamación.

—¿De quién crees que estamos huyendo?



***


De súbito, me sentí lleno, como si mi estómago hubiese recibido la información con el mismo desengaño incrédulo que mis oídos. También creí haber entendido mal las palabras del recluso al otro lado del teléfono, de manera que guardé silencio.

—Te explicaré cómo salir del habitáculo, pero tendrá que ser, como bien he dicho antes, después del día. Cuando la ventanita ya no deje entrever estela de luz alguna, será tu momento de salir al encuentro. Achaco tu silencio a la noticia recién recibida, aunque me permito confesar que, de alguna manera, yo había llegado a pensar que lo intuías anoche cuando empezaron los disparos.

Regresé a la mesa y me senté lentamente, como si la silla tuviera espinas.

—Él fue víctima del accidente con tanta gravedad como mi esposa y yo. Aún es borroso, pero sé que su cuerpo cayó cerca al de ella y el mío. Solo que yo fui, supuestamente, a quien la suerte más favoreció.

—Es cierto. Pero él no cayó por la misma razón. Hubo tres caídos, pero dos impactos solamente. Lamento hacértelo saber de esta manera, pero la tragedia y sus consecuencias tienen detrás una mente maestra y es tu amado Lalo. Ahora escúchame:

—No, tú escúchame, presidiario desconocido con ínfulas de dios. —Golpeé la mesa. Las latas vibraron brevemente. —Mis memorias son todavía imprecisas y al hablar contigo siento que se tornan aún más nebulosas. No tienes suficiente con encerrarme dormido en una habitación que puede hacer las veces de sarcófago de cinco estrellas, sino que ahora debo aceptar la idea chalada de que mi único amigo es autor de una tragedia en la que él mismo fue víctima y que ahora busca terminar con la vida de su propia hermana y cuñado. ¡Yo mismo le vi caer! ¡Los tres fuimos atropellados! Es el recuerdo más claro, aunque se trate del único en este momento.

—Así lo recuerdas, pero algunos detalles son distintos.

—¿¡Cómo lo sabe, oh todopoderoso Don Nadie!?

—Porque yo conocía el plan desde que se gestó.


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Hola nuevamente, lectores del misterio. Nos vemos pronto en:

Capítulo 5: Memorias sobre mañana


Buen viaje, 

~ JuanD

Dormirán los fantasmasWhere stories live. Discover now