Capítulo 3: Después del día

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—Y aun corriendo en la oscuridad, un amor vigente nos alumbra la travesía. —Me diría alguien tiempo después, mientras yo releía una carta.

El día seis, mi mirada estaba absorta delante de un contenedor de basura que se inundaba de lluvia y flores mientras yo permanecía inmóvil sosteniendo una cinta fúnebre a mi nombre. Ahora, un desconocido con atuendo de presidiario, quien había aparecido en el callejón prácticamente de entre las sombras, me jalaba de la pijama dando zancadas a través de una noche mojada, mientras varios balazos, tan anónimos como mi nuevo amigo, buscaban la última parada en algún lugar de nuestros cuerpos.

Solo hasta contados segundos después de haber comenzado a correr, sentí un dolor penetrante en mis articulaciones inferiores, especialmente en mi pierna derecha, cuya movilidad era torpe, como si no estuviera despierta del todo. Unas punzadas retumbantes me atormentaron la cabeza y se intensificaban en pequeños intervalos a medida que corría. Noté que el recluso, aunque me tenía agarrado decididamente por el antebrazo, me conducía con cierto cuidado, como si se hubiese percatado de mis dolencias. Con todo, hice lo posible por ir a su ritmo.

En medio de la persecución, vino nuevamente a mi cabeza la imagen del intruso en mi puerta y la manera en que el recluso se extrañó cuando le acusé de ser la misma persona, como intentando exteriorizar alguna inocencia. Sentí que no existían motivos para creerle, pero... esa esencia, ese perfume en la atmósfera cuando atravesé la puerta... Ese no era el aroma que acompañaba al recluso. Él tenía un olor más similar al de una cañería, el cual se intensificó cuando el aguacero menguó.

—¿Te... te alcanzaron a dar? —Me preguntó entre jadeos, mientras saltábamos charcos a toda velocidad posible y oyendo que, desde cuadras atrás, se acercaban furiosos pasos chapoteando contra el pavimento. Se notaba que él tenía experiencia en el arte de huir por su vida.

—Si me hubieran dado... estarías corr... corriendo solo... desde... hace varios metros. —Me costó responder a causa de la fatiga, pero fui claro. Alcancé a calcular poco más de quince minutos corriendo en línea recta.

De repente, el extraño me soltó mientras corríamos y se desvió a la izquierda, por una cuadra compuesta de algunas casas y uno que otro carro estacionado. Me hizo una seña con el brazo para que le siguiera hasta el final del bloque, el cual estaba desprovisto de postes de luz. Era como entrar caminando por un helado corredor hacia un infinito negro. Todas las ventanas apagadas en los hogares dormidos me hicieron sentir aún más solo, aún más muerto, y la imagen de Clara y Lalo riendo en decenas de recuerdos fue mi única compañía mientras corría por mi... ¿vida?

Para ese momento, la agitación y la confusión no me habían permitido analizar el hecho de que yo, precisamente yo, estaba temiendo ser asesinado. ¡Un muerto con temor a morir!

Al final de dicha cuadra, que se veía cerrada, se levantaba un montículo de hierba que obstruía la vista de lo que había al otro lado. Pocas veces había yo transitado por esa área, pues siempre entraba y salía del vecindario por el otro extremo, que era el que conducía a mi trabajo y, años antes, a la Universidad y al colegio.


***


El extraño me condujo hacia la pequeña montaña de pasto al final de la cuadra, a la que llegamos dando zancadas torpes por el agotamiento y el nerviosismo. Un silencio casi acogedor a lo lejos nos dio a entender que, al menos por ahora, habíamos logrado alejarnos lo suficiente de quien sea que estuviese buscándonos. Con todo, el miedo no fue tan desesperante como las preguntas sin respuesta.

Al otro lado del montículo se hallaba de manera perpendicular un enorme caño desprovisto de agua, mas no de toda categoría de olores fétidos, el cual atravesaba poco más de media ciudad.

Dormirán los fantasmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora