Capítulo 10: Madre solo hay una y media

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      —No puedo creer que esté despierta —dijo Arturo, como si no hubiese escuchado mi pregunta.

      —Yo tampoco. Definitivamente, solo un reencuentro con sus hijos la mantiene en pie después de las nueve de la noche —respondió el recluso.

      —Oye —Arturo nos detuvo y se giró hacia el recluso —, límpiate si no quieres se desmaye. No puede ver sangre.

El recluso hizo que sí con la cabeza y escarbó la maleta de su hermano para sacar una botella de plástico que contenía agua y una chaqueta carcelaria descuidadamente mal doblada. Lavó su rostro, se secó con la prenda que ya tenía puesta, la cual se quitó de un tirón y se puso la nueva.

      —Arturo... —repetí, fingiendo calma, mientras el recluso terminaba de medio acicalarse y embutir la chaqueta ensangrentada en el gran morral.

      —Primero reunámonos a la mesa, amigo. Necesitamos el calor de la familia antes de tocar semejante tema.

Mientras nos acercábamos a la casita, noté que una débil luz se prendía tras la cortina de la única ventana. Estacas torcidas sostenían el techo que cubría unas paredes que parecían de greda amarilla y no se habría sabido cuál era la parte delantera o trasera de la vivienda si no fuera por la puerta de madera oscura que estaba por abrirse.

Dicha puerta chirreó mientras se abría sola ante nuestras miradas nerviosas y, tras ella, se asomó una cabeza de cabellos blancos y enmarañados sujetados a la brava con un caimán.

      —Mami —murmuró Arturo y corrió a abrazarla, sacándola de detrás de la puerta y cubriéndola con su espalda orangutánida.

      —¡Nené! —susurró la mujercita que le llegaba hasta el codo y cuyos bracitos no alcanzaban a rodear la humanidad de su pequeño gigante.

Cuando se soltaron, pude verla completa: era esa campesina chiquita y robusta de rostro redondo e históricos surcos adornándole el semblante senil, con un largo vestido hasta los tobillos desnudos y manga sisa que descubría unos brazos tembleques que juraban haber sido macizos en los años mozos. Su sonrisa era desdentada y exhausta, y aún así, brillante de sinceridad; era el sonreír de una madre tan amorosa como amada que estaba dando la bienvenida a un par de desconocidos. Esa mirada inocente de abuelita bonachona era definitivamente el sello heredado al mayor de sus hijos.

Dio saltitos hacia el recluso para abrazarlo. Este último sí lloró.

      —¿Ya lo habías visto llorar? —pregunté con voz muy queda, casi susurrando.

     —No y, para ser honesta, estaba segura de que nunca lo vería hacerlo —contestó Clara.

     —¿Son ellos? —preguntó la vocecita anciana, adorable, mirándonos a Clara y a mí.

     —Sí, má —respondió Arturo, mientras el recluso terminaba de enjugarse las lágrimas.

     —Ush... —exclamó la señora, mientras se nos acercaba y ponía su dedito arrugado sobre la frente de mi esposa y luego sobre la mía—¿Duele?

     —No señora, este muchachito ha sabido remendarnos la cara y el cuerpo bastante bien.

La señora rio pausadamente con tres cansados «já», se dio media vuelta y nos invitó a pasar.



***



Un estrecho corredor que olía a pábilo humeante nos dio la bienvenida de dos en dos, con la señora en la punta de la fila. Velas sobre repisas metálicas colgadas en las paredes hacían lo posible por alumbrarnos el camino de baldosín gris hasta una descolorida cortina que se juraba puerta, la cual nuestra anfitriona corrió para invitarnos a la mesa.

Dormirán los fantasmasWhere stories live. Discover now