2. Quien bien te quiere, te hará llorar

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Cecilia encendió la estufa mientras hacía una lista mental de los pendientes del día siguiente en su trabajo. Le esperaba un día pesado, harían auditoría y tenían que entregar reportes y cifras que ella aún no tenía listas, por lo que sintió el pinchazo que siempre sentía en la espalda cuando estaba estresada.

—Luna, ¿me ayudas a hacer el jugo, por favor? —le pidió a su hija mayor, quien llevaba un rato sin dejar de hacer muecas frente al celular.

La joven no respondió, pero soltó una carcajada. Su madre volteó a verla y se percató de que la persona con quien chateaba la hacía reír.

—¡Luna! —gritó Cecilia.

—Señora...

—Que si me ayudas a hacer el jugo.

—¿No puedes ordenárselo a Lina? 

—Tu hermana hizo el desayuno —respondió la mujer de mala gana. Sabía que recordarle a Luna que una de las reglas de la familia era que todos aportarían algo a las labores de la cocina diariamente era perdido, pues Luna siempre trataba de esquivar sus responsabilidades.

—No te preocupes, mami, yo te ayudo con el jugo. —Lina se acercó a la cocina y se ubicó junto a su madre para sacar los lulos de la nevera. Ella también sabía que la petición de su madre a su hermana no llegaría a ninguna parte.

Lina ya se había acostumbrado a la actitud displicente de su hermana gemela y le gustaba ayudarle a sus papás a aligerar cualquier carga. Era una niña dulce, considerada y tierna, cualidades que su hermana no había heredado.

Cecilia le agradeció a su hija menor y empezó a servir los platos de arroz con carne molida. Otra de las cosas que tendría que hacer al día siguiente era mercado; ya no quedaban ni papas viejas en la nevera. Aunque para eso les tocaba esperar a la quincena.

—¡Vengan a comer! —gritó la mujer para que su hija displicente y su esposo se sentaran a la mesa. 

El primero en llegar fue Ricardo, quien se sentó en su puesto de siempre pero al percatarse de que no habían servilletas en la mesa, le ordenó a Luna que trajera unas cuantas de la cocina. 

—No sé ni para qué nos molestamos en pedirle cosas a Lu, mucho menos cuando está pegada a ese celular —se quejó la madre.

—Deberíamos prohibírselo después de una hora, o algo así...

—¡Sí! —gritó Lina. 

—¡No! —protestó Luna—. ¿Están locos o qué les pasa? ¿Cómo me van a prohibir usar el celular?

—¡Ah, pero sí entiende el español! Yo pensaba que nos ignoraba porque hablaba en otro idioma —se burló Ricardo con ironía.

—No es un problema de idioma, es que sufre de «sordera selectiva». Solo oye lo que le conviene —dijo Lina.

—Ja, ja. Qué graciosa. —Luna le lanzó una mirada diabólica. 

—Bueno, ya que tenemos tu atención, deja ese celular y ven a sentarte —ordenó Cecilia nuevamente.

La joven al fin hizo caso, se sentó en su lugar y se puso el celular entre las piernas. No iba a permitir que la regla de «nada de celulares en la mesa» la hiciera perder de la conversación tan interesante que tenía en Whatsapp con su mejor amiga. 

Había aprendido a mirar disimuladamente su celular y responder mensajes con una sola mano y sin que nadie se diera cuenta, o era al menos lo que ella creía. La verdad era que Lina ya la había descubierto desde hacía tiempo pero aún no quería delatarla. Estaba guardando esa carta para una ocasión en que verdaderamente valiera la pena. 

El infierno tiene un solo baño - ONCDonde viven las historias. Descúbrelo ahora