9. El que es agradecido se gana lo que está escondido

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Los días seguían pasando y los adultos del apartamento estaban muy contentos con la nueva actitud de Camila. Todo había mejorado mucho desde que las tres jovencitas habían estrechado sus lazos y cada vez pasaban más tiempo juntas. Iban al cine, salían a comer, bajaban a la piscina —luego de que Camila pidiera algún comprobante que la convenciera de que el tratamiento del agua era profesional y exhaustivo— e incluso se divertían pasando tiempo juntas en casa. Hasta había aprendido a usar el baño en solo diez minutos, y todos habían logrado organizar sus horarios para que nadie llegara tarde.

Las cenas ya contaban con la activa participación de Camila, que empezó a tenerle cierto aprecio a las novelas coreanas que sus primas le recomendaban. Igual a cuanto grupillo de kpop la hacían escuchar. Incluso empezaba a aprenderse los nombres de los jóvenes que aparecían en el afiche que sus primas habían pegado en la pared del cuarto. Eso sí, todavía no podían exigirle que no se confundiera entre Jin y Jung Kook, pero al menos ya no eran unos totales desconocidos para ella. Es más, algunas de sus canciones se habían empezado a colar en su mente y hasta las disfrutaba.

Pero la calma no es eterna y su estado de ánimo estuvo en riesgo de decaer cuando su padre le dijo que ya la había inscrito en el mismo colegio que a las gemelas. Su primer impulso fue arrodillarse y rogarle a su papá que no la obligara a ir a un colegio que ni siquiera era bilingüe, pero pudo mantener su cordura al pensar en que sus primas harían más llevadera la nueva rutina.

Claro que salir de un colegio tan promedio nunca la ayudaría a entrar a una universidad de la Ivy League, pero no era tonta, y sabía muy bien que entre más tiempo pasara, su situación dejaría de ser pasajera y era mejor aterrizar sus sueños educativos a algo que estuviera más al alcance de sus posibilidades. Como la universidad pública. 

—¿Sabes qué estoy pensando? —le preguntó Sebastián a Camila mientras se tomaban un champús para refrescarse y descansar de la hora que llevaban trotando en la primera ciclovía a la que el hombre había logrado convencerla de acompañarlo.

—¿Vas a chatarrizar el huevito con ruedas? —preguntó Camila para burlarse de su papá.

—Pff, ¿chatarrizar? Si ese tiene más vida que tú y yo juntos.

—Sí, cómo no. 

—Con ese huevito podríamos ir hasta Cartagena si quisiéramos.

—Ay, papi, no exageres. Mejor dime en serio en qué estabas pensando.

—Quiero poner un negocio propio.

Camila casi se atraganta con uno de los granos de maíz de su champús. 

—¿Tienes capital para eso?

—Todavía no, pero cada vez tengo más clases en el gimnasio, gano buenas comisiones de ahí y de pronto consigo a alguien que me preste la plata o que quiera asociarse conmigo para eso. 

—Pues sabes que te apoyo en lo que quieras hacer —dijo Camila con una sonrisa y luego le dio el último sorbo a su champús. 

Su padre la miró conmovido. Era increíble lo fanática que se había vuelto de las bebidas caleñas, y saber que su hija se interesaba por sus proyectos y lo apoyaba, era algo que hacía unos meses no se hubiera imaginado. Aunque siempre pasaban tiempo juntos, muy pocas veces hablaban de sus proyectos, decisiones o cualquier cosa que no fuera trivial. 

¿La vida debía golpearte fuerte para que abrieras los ojos a lo que realmente importa?

Si era así, Sebastián estaba agradecido por las malas decisiones de su esposa. 

El modesto celular por el que había cambiado su modernísimo iPhone sonó.

—Te he dicho que no saques esa cosa en la calle, papi. Según he estado leyendo, hasta eso lo roban.

El infierno tiene un solo baño - ONCWhere stories live. Discover now