Ariel

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Se sentía como pez fuera de agua. Su melena roja caía en cascada por su espalda, sin dejar a nadie indiferente. Empezaba a marearse, como le pasaba siempre que estaba angustiada. Todos la observaban y eso no hacía más que ponerla nerviosa. Movía los pies. Miraba el reloj. Enredaba entre sus dedos un mechón de pelo. Miraba el reloj otra vez. Ni siquiera habían pasado 30 segundos. ¿Sabes quién es?, decían algunos en voz baja, mientras sus compañeros se acercaban para conocer más sobre su víctima del día. Aquellos cuchicheos y susurros tras ella empezaban a cansarla.

El profesor seguía escribiendo en la pizarra, haciendo un horrible sonido en cada trazo, sin percatarse del calvario que estaba sufriendo la alumna nueva de la primera fila. Aquella pobre muchacha que, según las malas habladurías del instituto, se había mudado con su padre y sus hermanas tras el repentino fallecimiento de su madre, a la que encontraron en la superficie de un lago, con los labios azules y los pulmones llenos de agua. Nadie sabía qué le había podido ocurrir a madre de las niñas. Los habitantes del pueblo aseguraban que era una persona maravillosa, que siempre cantaba allá donde estuviese y que te ofrecía una sonrisa cuando la necesitabas. El padre acabó desolado y sus hijas, casi huérfanas. Pero claro, aquello solo eran rumores que circulaban por los pasillos de un instituto

Apenas habían pasado un par de días desde que su padre había decidido mudarse, por cuarta vez en aquel año. Sus hijas, sin protestar demasiado, hicieron las maletas y entraron en el coche, sin preocuparse de las cosas que dejaban en aquel pueblo en el que solo habían vivido un par de meses. Ariel era la menos afectada. Quizás allí, pensaba, todo podría ser diferente. Pero se equivocó.

Algo mojado y frío cayó sobre su cabeza, estremeciendo cada centímetro de su cuerpo. Se escuchaban risas en toda el aula. Todos la estaban mirando, otra vez.

-¿Qué, también le tienes miedo al agua?

Más risas. No se lo pensó dos veces y salió corriendo de la clase, empapada de los pies a la cabeza. No quería volver allí jamás. No había sido una buena idea. Quizás podría dar clases en casa. O quizá podrían mudarse de nuevo. Sí, eso sería lo mejor.

Anduvo entre las calles desiertas hasta llegar al bosque. Cuando lo vio por primera vez hacía unos días, le pareció lo único bonito en aquel pueblucho de pacotilla. Se adentró en él, sintiendo cada paso y cada respiración, cada rama y cada piedra, cada sentimiento que la incordiaba desde meses atrás. Y de pronto, llegó a un lago. No era muy grande, puede que incluso fuese capaz de nadarlo sin cansarse ni una vez. Se sentó cerca de la orilla, tomando arena entre sus manos y dejándola caer a su lado. Lo único que escuchaba era silencio... hasta que un grito acabó con él. Miró a su alrededor, buscando a quien había gritado. Y lo vio. Estaba en el centro del lago, moviendo los brazos de un lado a otro, intentando mantener el flote. está ahogando, pensó. Recordó entonces la fatídica tarde, cuando corrió tanto como le permitieron sus piernas hasta llegar al lugar donde su madre había perdido la vida. Pensó en lo mucho que lloró y que maldijo al Universo. Y no quiso que nadie se sintiera de esa forma. Así que se quitó los zapatos y la chaqueta y saltó al agua. Pronto alcanzó a la persona que necesitaba su ayuda. Lo cogió como le habían enseñado y nadó en dirección a la orilla. Estaban muy cerca cuando, de repente, su vista se nubló. Comenzó a marearse, como le había pasado minutos antes en clase. No sabía que estaba pasando, pero tras unos segundos, no pudo aguantarlo y se quedó inconsciente. Su cuerpo descendía, como el de su madre tiempo atrás. No lo vi, pero creo que cuando llegó al fondo, unas lágrimas camufladas entre el agua salieron de sus ojos.

Colorín, colorado, esto aún no ha acabado Where stories live. Discover now