Cenicienta dejó los zapatos en casa

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—Buenos días princesa, es hora de despertarse.
Abre los ojos y una luz cegadora la obliga a cerrarlos de nuevo. Lentamente, los entreabre mientras bosteza sonoramente. Mira a su alrededor, observando cada detalle de su majestuosa habitación: las cortinas recargadas, las paredes pintadas de azul cielo, las doncellas corriendo de un lado a otro. Quizás aquello era lo mejor de ser princesa.

—Este es su vestido del día, princesa. ¿Qué le parece?
—Precioso como siempre, Susan.

No, eso es lo mejor de ser princesa. Cientos de vestidos maravailloso, cintas para el cabello, abalorios y zapatos. Miles de zapatos.

—¡Buenos días, princesa! —exclamó Helen, la persona que organizaba cada segundo de su día—. ¿No hace una mañana preciosa?
—Sí, hoy puede ser un gran día —dijo Cenicienta con una sonrisa en el rostro—. ¿Ha vuelto ya mi marido?
—El príncipe volvió temprano y me encomendó la tarea de hacerle saber que le gustaría pasar un rato con usted esta noche. Después marchó con su padre. Venga, no se demore, tenemos mucho que hacer hoy.

Se colocó sus tacones charol y siguió a Helen por el pasillo. Ella explicaba el primer acto del día y todos los siguientes. Cenicienta escuchaba atentamente todos sus comentarios y consejos. Le serían útiles. Apenas habían pasado unos meses desde que se había celebrado su boda con el príncipe James y la vida, tal y como la conocía, había cambiado drásticamente desde entonces. Ahora vivía en un gran palacio, con personas que la despertaban cada mañana y la llamaban “princesa”, comía manjares y conocía a personas importantes todos los días, y también estaba casada con el hombre más maravilloso del mundo. Pero estaba increíblemente cansada. Debía sonreír, saludar, conversar y sonreír más. Ser princesa era ser perfecta las veinticuatro horas del día.
—Y por último, la cita con el príncipe a las doce en punto. ¿Lo ha entendido todo?
—Creo que sí —susurró con dudas—.
—Perfecto —exclamó Helen con su perfecta sonrisa mientras abría las puertas del comedor—. Es hora de empezar el día.

No paró ni un segundo aquella mañana. Hizo todo lo que estaba en su agenda e incluso adelantó algunas cosas del día siguiente. Estaba muy cansada, pero aún tenía fuerzas para coger su vestido favorito y arreglarse el pelo para su marido. Estaba tremendamente enamorada de él. Algunos decían que aquello estaba bien, dos jóvenes enamorados de veintipocos años provenientes dos mundos distintos, pero ya habían superado aquella fase. Lo único que importaba era que seguían juntos y que siempre estarían así.
Cuando terminó, bajó las escaleras, haciendo resonar sus tacones por los interminables pasillos del palacio. Eran las doce menos cuarto, pero veía la luz encendida bajo la puerta. Así que, con la mayor de las sonrisas, abrió la puerta y se encontró al príncipe tumbado en la cama, junto a una joven que lo besaba fervientemente. Cenicienta no podía creer lo que estaba viendo; jamás se habría esperado algo así de James. No le importó acercarse a la pareja y gritarle furiosamente a su marido:
—¡Pero se puede saber qué estás haciendo!
El príncipe, que no se había percatado de la joven, se levantó rápidamente, buscando algo de ropa que cubriera su desnudez.
—Yo... —se atragantó con sus palabdas—, pensaba no decírtelo aún, pero ya que has llegado... —entonces se dirigió a la joven que seguía acostada en la cama, jugueteando con su pelo—. Amy, ¿podrías volver más tarde? Tengo que hablar con mi esposa.

Amy se levantó y, aún desnuda, caminó sensualmente hasta la puerta del cuarto contiguo. Le guiñó el ojo al príncipe y se marchó.

—¿Me puedes explicar qué es todo esto? —dijo molesta Cenicienta, intentado contener la furia que emanaba de su interior—.
—Verás, Cenicienta —dijo tras coger aire—, nosotros ahora estamos casados para la prensa, para nuestras familias, para el país entero, pero es normal tener una serie de... Necesidades que no siempre se pueden cubrir. Yo te escogí por tu hermosura y tu gentileza, porque sabía que reforzaría nuestros lazos con el pueblo escoger a una de los suyos. Eres una persona maravillosa y me alegra tenerte como esposa, pero eres solo eso, mi esposa, la mujer con la que posaré en los retratos reales y la que tendrá a mi futuro sucesor. Yo no te amo, Cenicienta —y ese fue el momento en el ella explotó y llevó una de sus manos hasta la mejilla de James. Este gritó de dolor, pero después se contuvo y siguió con su discurso—, y no creó que pueda hacerlo nunca.  Desde que existen los miembros de la realeza, han existido las señoritas de compañía. Tú también podrás solicitar a los tuyos cuando lo desees. Es tu derecho como princesa.
—Yo no me casé contigo por mis derechos de princesa, James. Lo hice porque te amaba, y lo sigo haciendo. Pero no puedo concebir la idea de que prefieras estar con extrañas antes que conmigo.
—Debes saber que esto nunca cambiará. Es algo normal en las familias reales. Mis padres tuvieron a los suyos propios y fueron reyes prósperos.
—Pero no fueron felices, James —comenzó a caminar hacia la puerta mientras las lágrimas empapaban su rostro—. Y yo tampoco lo seré nunca si sigo viviendo con alguien que no me ama.

Entonces echó a correr, mientras las campanas repicaban, sin saber que el príncipe no saldría a buscarla como hizo la primera vez que llegó la medianoche. Salió del pasillo, de la planta, del palacio y de los jardines. Llegó a la puerta donde dormían los guardias y siguió corriendo. Salió de la villa y llegó al bosque, pero siguió corriendo. Entonces la luna desapareció y todo se volvió negro.

¡Hola a todos! Ya sabéis un poco más de ella, la primera princesa de “Colorín, colorado, esto aún no ha acabado ”. No os preocupéis, porque la historia continuará.

Queria comentaros también que he publicado una nueva novela, llamada Sand in our hands. Os dejo una pequeña introducción más abajo. Espero que podáis pasaros y que le cojáis el mismo cariño que le tenéis a esta.
Gracias a las chicas que ganaron el concurso. Pronto tendréis vuestras partes.
Un beso

Sand in our hands

«A veces lo único que necesitamos es a alguien que recoja la arena que se escapa entre nuestros dedos»

Alma vivía como cualquier otra persona. Respiraba 20 veces por minuto, mordía su labio inferior 145 veces por hora y sonreía mucho todos los días.
Ian vivía como cualquier otra persona. Fruncía el ceño 13 veces por minuto, parpadeaba 900 veces por hora y reía mucho todos los días.
Ambos eran como cualquiera, ambos deseaban ser cualquier otro; hasta que sus manos se encontraron y no quisieron ser nadie más.

Colorín, colorado, esto aún no ha acabado Where stories live. Discover now