Quasimodo

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Fue un accidente, de eso estoy segura. El cuerpo inerte se encontraba boca abajo en mitad de la carretera. Cuando la policía lo encontró, el gentío de la calle comenzó a arremolinarse tras las cuerdas policiales. Cerca de allí pasaba Esmeralda, con una gran sonrisa después salir de sus clases de baile. Al ver tanto alboroto se acercó y preguntó qué estaba pasando. Una señora le dijo que un pobre chico había perdido pie en uno de los balcones de la iglesia y que había caído hacia la carretera. Un escalofrío atravesó su cuerpo y supo que había algo mal. Se hizo paso entre la multitud y llegó hasta el cordón policial. Lo vio allí, tirado, con sangre salpicada en sus mechones pelirrojos. Los ojos se le llenaron de lágrimas al ver a uno de sus muñecos de acción tirado junto a su cuerpo. No pudo evitarlo y corrió hasta él, sorteando a todos los agentes de policía que se cruzaban en su camino. Cuando estuvo a su lado, besó su frente. Cogió aquella figurita y la puso en su pecho. Había sido tan tonta. Y pensar que todo podría haber sido diferente si...

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—¡Vamos, perdedor! —gritó a lo lejos—. ¡Deja los juguetes y pelea como un hombre!
Quasimodo bajó la cabeza, entre los abucheos de sus compañeros. No ganaba nada si se enfrentaba a Febo, el chico más popular de todo el instituto. Había hecho mal en defender a Esmeralda. Minutos antes, Quasimodo pasaba distraído por uno de los pasillos cuando oyó un grito desgarrado proveniente de una de las aulas entreabiertas. Se acercó a ella y pudo ver cómo Febo agarraba fuertemente de las muñecas a Esmeralda, la chica que le quitaba el sueño a Quasimodo desde hacía años. Febo se acercaba con los ojos llenos de lujuria mientras ella se resistía en sus brazos. Sin pensarlo dos veces, Quasimodo abrió la puerta totalmente y gritó:
—¡Déjala en paz!
Febo lo miró vacilante para luego preguntar:
—Y si no, ¿qué?
—Te las verás conmigo —respondió Quasimodo, cogiendo aire, viendo como los alumnos se arremolinaban junto a ellos—.
—¡Vamos, perdedor! —gritó—. ¡Deja los juguetes y pelea como sabes!
—Suéltala.
—Es la primera vez que te veo actuar como un hombre, deforme —dijo soltando a Esmeralda—. Siempre pensé que eras un monstruo.
Aquello pudo con Quasimodo, que se lanzó contra él, apuntando directamente a su mejilla derecha. Canalizó la rabia contenida aquellos años, todos los insultos y los motes que habían utilizado contra él. Sólo una voz consiguió sacarlo de ese estado.
—¡Quasimodo, para! —gritó Esmeralda, horrorizada—.
Y paró. Miró sus manos llenas de arañazos y sangre, y la cara llena de pánico de Febo.
—El único monstruo que hay aquí eres tú —escupió Quasimodo—.
Después llegaron los profesores y los alumnos que se habían perdido la pelea del año. Se los llevaron a ambos, a uno a la enfermería y al otro al despacho del director. En ningún momento miró a Esmeralda. Temía que, al hacerlo, realmente viera el monstruo que decían que era.

Quasimodo no era un chico normal. Aparte de ser un hijo único adoptado, tenía una extraña enfermedad degenerativa de la que era el  único afortunado portador de todo el país. Aquello había sido motivo de burla durante años. Tenía los ojos demasiado  grandes, la nariz demasiado pequeña y una fea joroba. No hace falta decir que no tenía demasiados amigos. Los únicos que siempre le acompañaban eran una figuritas que su madre biológica había guardado para él. Aquella era otra razón por la que se reían de él. Pero Quasimodo nunca dejó de ser quién era.

Sentado en el pasillo, esperaba el veredicto del director. Le había explicado todo lo que había pasado, por qué había hecho aquello. Ojalá no le expulsaran, no sabía cómo se lo tomarían sus padres.
—¿Estás bien? —Esmeralda volvía a estar a su lado—.
—Sí —dijo tartamudeando, procurando no mirarla en ningún momento—.
—Eso que has hecho allí —susurró Esmeralda— ha sido muy valiente.
—Yo-yo no soy valiente. Soy un monstruo.
—No lo eres —Esmeralda le colocó las manos en las mejillas y giró su cara hacia ella—. Si no le hubieras parado...
—Lo hice —suspiró— y después me convertí en el monstruo.
—Calla ya, Quasi —aquel apodo les hizo reír—. Gracias.
—No ha sido nada, Esmeralda —los dos se quedaron en silencio, hombro con hombro hasta que ella habló—.
—Últimamente se estaba comportando de manera extraña. Febo ya no era el mismo. Estaba agresivo, siempre enfadado conmigo. Pero nunca fui capaz de romper hasta esta mañana. Quise razonar con él, explicárselo, pero estaba paranoico. Por un segundo pensé... —dijo entre susurros—, que me iba a hacer algo malo.
—No te preocupes —le dio un apretón en el brazo—. Ahora estás a salvo.

Esmeralda sonrió. Entonces la secretaria salió del despacho y llamó a Quasimodo. Este se levantó y caminó hasta la puerta. En un arranque de valentía, miró a Esmeralda y dijo:
—Quizás algún día podamos salir juntos.
—Me encantaría, Quasimodo.

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Ahora el chico que le había salvado se encontraba sin vida tirado en el asfalto. Esmeralda lloró, lloró mientras los policías se la llevaban y lloró en la cama de su habitación. Lloró por días hasta que se quedó sin lágrimas que llorar. Y entonces pensó en lo raro que era que Quasimodo se hubiera resbalado, pensó en qué hacía en aquella iglesia aquella noche y pensó en que el monstruo no había salido de su escondite desde ese fatídico día.

Quizás sí me equivoqué cuando dije que aquello había sido un accidente.

Gracias a @PoesiaRuidosa por tu maravillosa idea para el título y también para este capítulo.

Colorín, colorado, esto aún no ha acabado Where stories live. Discover now