Capítulo 21

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–Wanda's POV–

El pincel bailaba entre mis dedos, mientras la paleta se mantenía quieta en mi mano derecha. El lienzo, frente a mí, esperaba ser tocado. Mi mente llevaba buscando inspiración, la suficiente como para pintar algo decente y competente. Y en el momento que deslicé el pincel sobre la tela, intentando recrear mi delirio mental, el sonido del timbre retumbó por toda la casa.

Suspiré y pretendí ignorarlo, pero fue inútil, la insistencia de la persona era excesiva. Dejé los instrumentos de pintura en suelo y me remangue la bata, caminando hacia la puerta de entrada. Miré por la mirilla y me encontré tras el a Emília, con su típico ceño fruncido.

–¿Que hace aquí? –pregunté al tenerla frente a frente. Ella me dio una ojeada y pasó al interior de mi casa, sin contestarme.

Cerré la puerta y me giré hacia ella. Estaba sentada sobre el sofá, con las manos sobre sus piernas y la mirada fijada en el lienzo.

–Señora Emília, le he hecho una pregunta.

–Querida Wanda –volteó la mirada hacia mi, contemplándome con un gesto irónico en el rostro–, creo que hoy seré yo quien marque nuestra conversación.

Arqueé una ceja, totalmente confundida.

–Le recuerdo que está en mi casa.

–No olvido ese pequeño detalle, no lo olvido –su carcajada burlona resonó, dejándome desorientada–. Voy a ir al grano, para no complicar más la situación.

Sus manos rebuscaron en su gran bolso, sacando un sobre amarillo de el.

–Aunque esto te lo explicará con más detalle –extendió el sobre hacia mi–. Creo que va ser lo mejor.

Me aproximé a ella, cogiéndolo.

–¿Qué es esto?

–Ábrelo y lo averiguarás.

Y lo abrí con prisas, sacando las hojas que se encontraban dentro. Y empecé a leer, abriendo los ojos por el contenido de cada una de ellas.

–A usted se le ha ido por completo la cabeza –le dije, leyendo una a una las palabras de los documentos.

–No, Wanda –me dijo, levantándose del sofá y caminando hacia el caballete, observándolo con minuciosidad–. La demanda ya está puesta.

–¿Pero con que base me denuncia usted por mal comportamiento, poca conducta materna y peligrosidad hacia mi hija?

–¡No es tu hija! –vociferó, acercándose a pasos firmes hacia mi y señalándome con el dedo índice–. ¡Emma no es tu hija!

–Emma es mi hija, le guste o no, es mía.

–Ya he aguantado demasiado. Estoy cansada de ver a lo que expones a mi nieta y sobretodo, el ocultarle quién fue la verdadera persona que la engendró.

–Emília, usted sabe la verdadera historia. ¡Sabe lo que paso! ¿Porqué suelta tantas incoherencias?

–Ojalá fueras tú y no Lorna –dijo con veneno–. Ella no merecía nada, ni ella ni mi hijo.

–¡Ya lo sé! –limpié las lágrimas que se arrastraban velozmente por mis mejillas–. Sé que no se lo merecían, pero yo no me merezco esto de castigo. Y menos lo merece Emma.

–Mi nieta se vendrá conmigo, quieras o no.

Miraba con mucha rabia a Emília, experimentando por primera vez el odio hacia una persona. Nunca había odiado a nadie, ni por asomo. Pero Emília se había ganado ese puesto a pulso.

–Nunca me has caído bien, Wanda –las palabras no confesaron nada, yo lo sabía de sobras–. Desde el primer día que llegaste a nuestras vidas, supe que ibas a traer problemas.

El timbre volvió a sonar, interrumpiendo mis enrevesados pensamientos. Limpié mis lagrimas otra vez, tratando de mantener el hilo de coherencia.

–Lo mejor es que se marche, ahora.

Caminé hacia la puerta, abriéndola.

–Disfruta de tu visita –comentó, saliendo de mi ático–. Nos veremos en juicio.

Me deshice contra la pared, sentándome en el frío suelo. Saboreando el sabor salado de mis lágrimas, deseé nunca haber conocido a Emília Busquets. Unos brazos largos me arroparon en medio de mi tristeza. No tardé en saber de quién se trataba, su aroma empapó mis fosas nasales.

–No, Natasha... ahora no –le pedí, alejándola de mi.

–Solo quiero protegerte, por favor.

Reí con sarcasmo, esperando que estuviera de guasa. Me levanté como pude y empecé a caminar de un lado a otro, sobando con fuerza mis nudillos.

–Basta, Wanda. Eso no, por favor –la escuché decir.

–¡Vete! ¡Vete ahora! ¡Largo! –era un manojo de nervios, gritando y frotando con furia mis nudillos.

–Wanda, basta, eso no –Natasha sujeto con un poco de fuerza mis brazos, haciendo que la mirara directamente a los ojos–. Habla conmigo.

–Quiero ver a Emma, quiero verla –le dije–. Van a quitármela, Natasha. Van a quitármela y yo soy su madre, soy su única madre.

–Nadie va a quitarte a tu hija, Wanda.

Seguidamente, me estrujó en sus brazos, brindándome ese calor tan especial que solo me trasmitía ella. Y permanecimos así un buen tiempo, hasta recuperar mi usual respiración y la cordura. Separé mi cabeza de su pecho, mirándola desde mi baja posición.

–¿Te encuentras mejor? –negué– ¿Voy a buscarte un poco de agua?

–Quiero que te marches, Natasha –le pedí, rompiendo nuestra minúscula conexión.

–Wanda, tenemos que hablar.

–¿Qué vas a decirme? ¿Vas a pedir perdón?

–Sí, yo... –hizo un mutis, perdiendo el discurso que seguro había practicado antes de venir.

–Ahora estoy frágil, no quiero que te aproveches de eso –confesé, sentándome en el sofá.

Froté un poco mis nudillos, procurando tener prudencia con Natasha.

–No hablemos de nosotras, entonces –me dijo–. Hablemos de tu situación con Emma.

Todo había empezado dos semanas atrás, cuando Emma volvió de casa de sus abuelos, llorando. Al principio pensé que era por haberlos dejado; pero después, por la boca del señor Manel supe que había sido porque Emília le había dicho que yo no era su madre. Entré en ira, estaba claro. El señor Manel me calmó, pidiendo paz y prometiendo, como era habitual, que hablaría con ella.

Era obvio que Emília era tozuda con sus ideas y no iba dar su brazo a torcer. Por eso estaba aquí, mirando los papeles que sujetaba Natasha. Ella los leía con la frente arrugada.

–¿Qué pasó con el padre de Emma? –preguntó, sin quitar la vista de los documentos que había traído Emília.

Tanteé un poco la situación de abrirme con ella. No iba ser fácil, pero si irremediable. Llevaba más de tres años con esto encima y me estaba trastornando.

–¿A dónde fuiste y con quién? –nuestras miradas se conectaron. Se había puesto pálida.

Habían dos respuestas, solo dos. Y si Natasha acertaba, las cartas estarían sobre la mesa.

———

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