Capítulo 36

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Tilín.

Tilín.

Tilín.

Lorna veía la pequeña campanita balancearse en su dedo, mientras el característico sonido se alentaba una y otra vez.

Tilín.

Tilín.

Tilín.

–¡Basta! –entre las sombras se escuchó la voz neutra, casi como si fuera un muerto quién interrumpía el único entretenimiento de la chica–. Te he dicho mil veces que pares con ese juguetito.

–Román, me aburro –expresó Lorna, balanceando una vez más la campanita–. Tanto silencio va acabar conmigo.

–¿Silencio? ¿Pero no oyes todo ese ruido? ¡Están gritando! ¡Están gritando! –pero el único que gritaba, era él.

–¡Eh, silencio! –dijo un enfermero, pegando fuertes golpes a la puerta–. O os juro que os daré vuestro puto merecido.

A Lorna no pareció importarle, ya estaba acostumbrada a las constantes amenazas: si no eran los doctores o enfermeros, las intimidaciones venían por parte de sus compañeros del lugar.

–Román, baja la voz, vamos –pidió en susurro Lorna, sabiendo que su único amigo podría recibir ese merecido del que tanto advertían las personas de ese estresante lugar–. ¿Quieres que te cuente un cuento?

El hombrecillo sacó la cabeza de la umbría, consintiendo con la cabeza exageradamente, pero refunfuñó cuando las cadenas perjudicaron su morena piel.

–Román, no te muevas más, hablaré lo suficiente para que puedas escuchar –confortó la chica, guardando la campanita debajo de su almohada.

–¡No! ¡No! ¡Quiero ir hasta ti! ¡No! ¡No! –y las cadenas empezaron un chirriante ruido, alertando al personal que se encontraba de vigilancia.

–¿Qué coño pasa aquí? –la puerta se abrió de manera abrupta, revelando al hombre que tanto odiaba la chica.

Lorna se tumbó en la cama con apresuramiento, mirando el blanco techo de ese sitio, sin mantener contacto visual con nadie.

–¡Dejadme ir hasta ella! ¡Hasta ella! –continuaba gritando Román, queriendo escapar de aquello que parecia no tener salida.

El enfermero bufó y se aproximó a pasos lentos, lanzando el cigarrillo al suelo y sonriendo con malicia. Esa sonrisa de ganador.

Un golpe seco en el estómago hizo que Román se retorciera, reavivando el dolor que le daban las esposas en sus muñecas y tobillos.

–¡Calla maldito enfermo! –otro golpe–. ¡Puto retrasado!

Lorna lloraba en silencio, sin querer mirar.

–¡Todos los putos días hay problemas contigo! –y el último golpe dejó desconsolado a Román, quien gimoteaba como un niño pequeño.

–Lorna, ayúdame... ayúdame, por favor –suplicaba, pero la muchacha hizo oídos sordos–. Lorna, por favor.

Limpió sus lágrimas con velocidad, antes de que ese desgraciado se diera cuenta, al darse la vuelta. No quería recibir la misma paliza.

–¿Vas a ayudar a tu amiguito?

Volvió a hacer caso omiso, mirando con fuerza el techo, imaginando que estaba en otro lugar.

–¡Responde!

–N... No –el enfermero sonrió satisfecho.

–Así me gusta –dio una última mirada a Lorna y se marchó complacido, creyendo que había hecho un gran trabajo.

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