Capítulo Cincuentainueve. - Hospital San Mungo.

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Alice no logró conciliar el sueño. Estaba demasiado angustiada sobre el bienestar de sus amigos. Ella más que nadie entendía la impotencia de ver a un padre debatiéndose entre la vida y la muerte. Y por esa misma razón se negaba a permitir que Arthur Weasley falleciera. Él todavía tenía muchas razones por las cuales vivir y muchos años de vida por delante.

Después de una pésima noche de sueño, que parecía haber compartido con Harry, Alice decidió bajar a la cocina y ver si era capaz de comer algo. Sus baúles habían llegado desde Hogwarts mientras ellos comían, así que pudieron vestirse de muggles para ir a San Mungo. Todos, excepto Harry y Alice, estaban muy contentos y parlanchines mientras se quitaban las túnicas y se ponían vaqueros y sudaderas.

Cuando llegaron Tonks y Ojoloco para escoltarlos por Londres, los recibieron con regocijo y se rieron del bombín que Ojoloco llevaba torcido para que le tapara el ojo mágico, y le aseguraron sinceramente que Tonks, que volvía a llevar el cabello muy corto y de color rosa chillón, llamaría la atención en el metro menos que él. Aunque Alice no se quedaba atrás, ya que mostraba algo de asco y renuencia con solo pensar que iría en metro. «¡Les juró que siento que me voy a desmayar! Vayamos mejor en taxi, yo pago» Sin embargo, sus súplicas no sirvieron de nada. Harry solo podía poner su mano sobre el hombro de Alice para tratar de calmarla, lamentablemente no se pudo concentrar solo en ella ya que Tonks no dejaba de mostrar interés por la visión de Harry del ataque que había sufrido el señor Weasley, pero a él no le interesaba hablar sobre eso ni lo más mínimo.

— En tu familia no hay antepasados videntes, ¿verdad? — inquirió con curiosidad cuando se sentaron juntos en el tren que traqueteaba hacia el centro de la ciudad.

— No — contestó Harry, que se acordó de la profesora Trelawney y se sintió insultado.

— No — repitió Tonks, pensativa. — No, claro, supongo que lo que tú haces no es profetizar, ¿verdad? Es decir, tú no ves el futuro, sino el presente... Es extraño, ¿no? Pero útil...

Harry no respondió; por fortuna, se apearon en la siguiente parada, una estación del centro de Londres, y gracias al lío que se produjo al salir del tren y el hecho de que tenía que ayudar a Alice a salir, se las ingenió para que Fred y George se colocaran entre él y Tonks, que marchaba en cabeza. La siguieron hasta la escalera mecánica; Moody cerraba el grupo; llevaba el bombín calado, y una de sus nudosas manos, metida entre los botones del abrigo, sujetaba con fuerza la varita. Harry tenía la sensación de que el ojo que Moody llevaba tapado lo miraba constantemente. Intentando evitar nuevos interrogatorios sobre su sueño, le preguntó a Ojoloco dónde estaba escondido San Mungo.

— No está lejos de aquí. — gruñó Moody cuando salieron al frío invernal de una calle ancha, llena de tiendas y de gente que hacía las compras navideñas. Empujó con suavidad a Harry para que se adelantara un poco y lo siguió de cerca; Harry sabía que el ojo de Moody giraba en todas direcciones bajo el torcido sombrero. — No resultó fácil encontrar un buen emplazamiento para un hospital. En el callejón Diagon no había ningún edificio lo bastante grande, y no podíamos ubicarlo bajo tierra, como el Ministerio, porque no habría sido saludable. Al final consiguieron un edificio por esta zona. La teoría era que así los magos podrían ir y venir y mezclarse con la muchedumbre.

Ojoloco agarró a Harry y a Alice por el hombro para impedir que lo separaran del grupo unos compradores que, evidentemente, no tenían otro objetivo que entrar en una tienda cercana llena de artilugios eléctricos.

— Ya estamos. — anunció Moody un momento más tarde.

Habían llegado frente a unos grandes almacenes de ladrillo rojo, enormes y anticuados, cuyo letrero rezaba: «Purge y Dowse, S.A.» El edificio tenía un aspecto destartalado y deprimente; en los escaparates sólo había unos cuantos maniquíes viejos con las pelucas torcidas, colocados de pie al azar y vestidos con ropa de diez años atrás, como mínimo. En todas las puertas, cubiertas de polvo, había grandes letreros que decían: «Cerrado por reformas.» Alice oyó cómo una robusta mujer, que iba cargada de bolsas de plástico llenas de lo que había comprado, le comentaba a su amiga al pasar: «Nunca he visto esta tienda abierta...»

Dos caminos, un mismo destino.Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora