IV

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PERCY

En cuestión de mitología, hay una cosa que odio aún más que los tríos de viejas damas: los toros. El verano anterior había combatido con el Minotauro en la cima de la colina Mestiza. Pero lo que vi allá arriba esta vez era peor; había dos toros, y no toros cualquiera, sino de bronce y del tamaño de elefantes. Y por si fuera poco, echaban fuego por la boca.

En cuanto salimos del auto, las Hermanas Grises salieron a escape en dirección a Nueva York, donde la vida debía de ser más tranquila. Ni siquiera esperaron a recibir los tres dracmas de propina. Se limitaron a dejarnos a un lado del camino. Allí estábamos: Annabeth, con su mochila y su cuchillo por todo equipaje, y Tyson y yo, todavía con la ropa de gimnasia rota.

"Oh, dioses." dijo Annabeth observando la batalla, que proseguía con furia en la colina.

Lo que más me inquietaba no eran los toros en sí mismos, ni los diez héroes con armadura completa tratando de salvar sus traseros chapados en bronce. Lo que me preocupaba era que los toros corrían por toda la colina, incluso por el otro lado del pino. Aquello no era posible. Los límites mágicos del campamento impedían que los monstruos pasasen más allá del árbol de Thalia. Sin embargo, los toros metálicos lo hacían sin problemas.

Uno de los héroes gritó:

"¡Patrulla de frontera, a mí!" Era la voz de una chica: una voz ronca que me resultó conocida.

«¿Patrulla de frontera?», pensé. En el campamento no había ninguna patrulla de frontera.

"Es Clarisse." dijo Annabeth "Vamos, tenemos que ayudarla."

Normalmente, correr en ayuda de Clarisse no habría ocupado un lugar muy destacado en mi lista de prioridades; era una de las peores abusonas de todo el campamento. Cuando nos conocimos trató de meter mi cabeza en un inodoro. Además, era hija de Ares, y yo había tenido un grave encontronazo con su padre el verano anterior, de manera que ahora el dios de la guerra y todos sus hijos me odiaban. Bueno, todos menos t/n.

Aun así, Clarisse estaba metida en un aprieto. Los guerreros que iban con ella se habían dispersado y corrían aterrorizados ante la embestida de los toros, y varias franjas de hierba alrededor del pino habían empezado a arder. Uno de los héroes gritaba y agitaba los brazos mientras corría en círculo con el penacho de su casco en llamas, como un fogoso mohawk. La armadura de la propia Clarisse estaba muy chamuscada, y luchaba con el mango roto de una lanza: el otro extremo había quedado incrustado inútilmente en la articulación del hombro de un toro metálico.

Destapé mi bolígrafo y con un temblor empezó a crecer, a hacerse más pesado, y en un abrir y cerrar de ojos tuve la espada de bronce Anaklusmos en mis manos.

"Tyson, quédate aquí. No quiero que corras más riesgos."

"¡No!" dijo Annabeth "Lo necesitamos."

Yo la miré.

"Es un mortal. Tuvo suerte con las bolas de fuego, pero lo que no puede..."

"Percy, ¿sabes quiénes son ésos de ahí arriba? Son los toros de Cólquide, obra del mismísimo Hefesto; no podemos combatir con ellos sin el Filtro Solar FPS Cincuenta Mil de Medea, o acabaremos carbonizados."

"¿Qué cosa... de Medea?"

Annabeth buscó en su mochila y soltó una maldición.

"Tenía un frasco de esencia de coco tropical en la mesa de noche de mi casa. Tenía que haberlo traído, rayos." 

Hacía tiempo que había aprendido a no hacerle demasiadas preguntas, pues sólo lograba quedar todavía más desconcertado.

"Mira, no sé de que estás hablando, pero no voy a permitir que Tyson acabe frito."

ᴘᴇʀᴄʏ ᴊᴀᴄᴋsᴏɴ: ᴍᴏɴsᴛʀᴜᴏsWhere stories live. Discover now