24. Un pecado suave

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—Esto —exhala, encontrando la mirada de Dazai—. Quiero esto.

El segundo que Chuuya tiene que esperar una respuesta es el más largo de su vida.

Pero finalmente, Dazai exhala, su boca se contrae, y le hace un pequeño gesto con la cabeza.

Unos dedos fríos y largos se deslizan por el cuello de Chuuya hasta trazar su mandíbula, arrastrando sus ojos hasta encontrarse con los de Dazai, ardiendo de intensidad, y es otra sensación totalmente distinta la que se apodera de su sistema. La necesidad de eliminar cualquier espacio entre ellos, de saborear, respirar y beber el mismo aire tan febril que se quemará y morirá si no consigue su dosis, incluso los átomos del aire temblando y titilando de impaciencia.

Pasando un brazo alrededor de la nuca de Dazai, Chuuya se arquea hacia su espacio personal, hundiéndose en una piscina embriagadora de menta helada, vainilla, sake y Dazai. Sus labios son duros y suaves al mismo tiempo, exigentes en la forma en que succiona su labio superior, pero lo suficientemente cooperativos como para dejar que Chuuya controle el ritmo y el paso de su baile mientras su otra mano se desliza entre los rizos de Dazai y lo arrastra más cerca hasta que están apretados pecho contra pecho y caderas contra caderas, tan cerca como dos seres humanos separados pueden arrastrarse en la piel del otro.

El suave gemido que se escapa de Dazai cuando inclina la cabeza a la perfección, encontrando el ángulo ejemplar para juntar cada parte sensible de nervios, provoca que la habitación se incline como si por el dolor corrompido estuviera poniendo el mundo de cabeza. Con los pulmones agitados, Chuuya se separa, consciente de que usar su habilidad ahora es imposible, pero sorprendido de no encontrar ningún brillo rojo alrededor de su piel de todos modos.

Agarrando con sus dedos el cuello de la camisa de Dazai para conseguir algún tipo de estabilidad en un suelo que parece lleno de hoyos, Chuuya lo besa de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, todo mientras empuja torpemente a Dazai para que retroceda a ciegas, sin saber a dónde van, solo que necesita algo sólido, una superficie, cualquier cosa, ahora.

Su destino llega en forma de un "oof" jadeante por parte de Dazai, uno que Chuuya bebe con codicia como si fuera el último sorbo del mejor vino que haya probado alguna vez, antes de obligarse a separarse, aturdido, aunque solo sea para hacer un análisis de su entorno: una larga mesa y sillas. Sí, eso es. Ahí es donde están.

—¿Qué tal sí...? —murmura Dazai contra la comisura de sus labios, deslizando los dedos por la pendiente de la cintura del pelirrojo y agarrando su cadera para girarlos y subir a Chuuya sobre la mesa con las manos en la parte trasera de sus muslos—. Sí, mucho mejor.

Al menos los pone a la misma altura a pesar de que Dazai todavía tiene que inclinarse para rozar sus labios, curiosamente suave y lento en comparación con la forma en que agarra la barbilla de Chuuya para mantenerla en su lugar.

—Maldito perezoso —dice con voz áspera entre besos, tratando inútilmente de acelerar sus acciones enroscando sus piernas alrededor de él—. Incluso... incluso ahora.

—No diría perezoso —la sonrisa de Dazai es aún más exasperante cuando se desliza contra su boca—, solo ingenioso.

Tomando una fuerte bocanada de aire, Chuuya envuelve su mano en el cuello del hombre y lo acerca hasta que sus frentes están juntas.

—Bésame como si realmente lo dijeras en serio.

Los ojos que le devuelven la mirada brillan descaradamente con diversión antes de que se acerquen cada vez más... excepto que en lugar de hacer lo que Chuuya le pidió (ya que, ¿por qué ese bastardo haría lo que ordena?), Dazai toma un desvío hacia su mandíbula, colocando algunos besos allí, luego succionando su piel con su boca, haciendo que su espina dorsal se estremezca.

Una lección de espinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora