41. La canción del cisne

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La llamada llega cuando el sol empieza a ponerse al día siguiente.

Y aunque Chuuya ha pasado las últimas veinticuatro horas envuelto en el calor de Dazai, sus dedos siguen apretados en las sábanas, deseando que esta paz dure solo un latido más.

—Miren nada más —murmura Dazai y se da la vuelta para mirarlo con una sonrisa de satisfacción—. He hecho que Chuuya sea perezoso.

Ni siquiera esta pomposa mentira es suficiente para que quiera enfrentarse a la música de la actuación que están a punto de montar. Sacude la cabeza; gimotea un poco.

—Todavía me estoy recuperando de la corrupción. Prueba eso otro día.

Eso hace reír a Dazai. A carcajadas.

Chuuya por fin levanta la cabeza, pero solo para mirarlo con el ceño fruncido.

—¿Qué es tan gracioso?

—Eres un mentiroso terrible —le dice Dazai, su sonrisa no es tan mala como sus palabras, especialmente cuando planta un beso en la frente de Chuuya—. Es tierno.

—También es un riesgo —dice Chuuya mientras observa a Dazai deslizarse fuera de la cama, fuera de su pequeño santuario—. Nadie me creerá cuando les diga que has muerto y que soy el nuevo jefe. Todo el mundo se dará cuenta.

—No te preocupes —dándole la espalda, Dazai agita una mano en el aire—, habrá tanto que hacer que apenas tendrás que decir una palabra.

Cierto. Habrá un funeral. Una ceremonia de ascensión. Mil reuniones con ejecutivos, empresas fantasma, otros clanes y organizaciones mafiosas. El solo pensamiento hace que a Chuuya le duela la cabeza.

Entonces Dazai se gira hacia él y de alguna manera el dolor en su cráneo se suaviza. Después de todo, Dazai estará allí todo el tiempo para guiarlo. ¿Acaso no vale la pena un poco de burocracia si eso significa que estará sano y salvo, contento, por primera vez en su vida?

—Vamos —dice Dazai—. Te ayudaré a vestirte.

Chuuya no necesita su ayuda. Nunca la ha necesitado, pero la acepta a pesar de todo. Nunca lo admitirá en voz alta, pero le gusta: Dazai arrodillándose para ayudar a Chuuya a ponerse los pantalones, sus ojos brillantes e intensos, fijos en él como si fuera lo más importante del universo, como si no hubiera una guerra esperándolo fuera de esta habitación. Le gusta la forma en que los dedos de Dazai ajustan la funda a su muslo, la forma en que sus manos recorren su pierna y se aseguran de que todo esté bien sujeto. Le gusta la caída de su estómago cuando Dazai vuelve a su altura completa y Chuuya tiene que arrastrar la mirada hasta arriba para mirarlo. Le gusta la sonrisa autocomplaciente de Dazai cuando se toma su tiempo para abotonar la camisa de Chuuya. Incluso le gusta el beso que le da en la boca al final: demasiado dulce, demasiado casto, justo como los últimos rayos de sol que rozan la habitación, dejándolo con ganas de más.

—Quiero hablar de algo —dice Dazai, reajustando el cuello de la camisa de Chuuya aunque ya lo haya hecho varias veces. Su mirada se centra en algún punto de la cara de Chuuya, tan cerca de sus ojos que a cualquier otra persona le parecería contacto visual real. Pero Chuuya no es un cualquiera. Lo sabe muy bien—. Y quiero que no te enojes conmigo.

Chuuya suelta un suspiro.

—Me enojaré de todos modos, así que escúpelo ya.

Por un momento fugaz, Dazai hace una pausa y lo mira a los ojos.

—Si algo me pasa...

Sí, tenía razón. A Chuuya no le gusta esto.

—Cállate —espeta antes de que tenga que escuchar otra palabra, apartando las manos de Dazai, aunque sin soltarlas tampoco—. No te va a pasar nada. Todo esto es una gran actuación, ¿recuerdas?

Una lección de espinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora