Alejandro
No quería dejarla ir.
Confiaba en Maia y en su potencial, sabía que podía cuidarse sola, pero el miedo a perderla otra vez me estaba comiendo vivo. Ahora no solo se trataba de ella, sino también de nuestra hija.
Joder.
Me había convertido en padre.
Y no paraba de pensar en Alexa, mi niña.
Había visto sus fotos, la observé tanto, deseando en silencio que llevara mi sangre, quería ser dueño de esos ojos chocolate que miraban con curiosidad, totalmente radiantes de luz. Fue doloroso asimilar que Ernesto había hecho madre a Maia, que entre ellos existiera un lazo tan fuerte y peor aún, que fuera padre de esa criatura tan preciosa, mientras que yo seguía con las manos vacías.
Ahora, el saber esto, cambiaba todo. El odio, el rencor que me carcomía por dentro, se hallaba quieto, dirigido solo hacia el hijo de puta que me arrebató todo. Ese cabrón desearía jamás haberse cruzado en mi camino, mucho menos adueñarse de algo mí, ¡mío! Era mi familia, solo mía.
Pronto tendría a Alexa a mi lado, le daría mi apellido, me conocería y crecería junto a mí, como siempre debió ser. Porque toda la vida me iba a pesar no haber estado desde que nació, no me lo perdonaría nunca, las dejé solas, aunque no haya sido por voluntad, la culpa no iba soltarme y ahora empeoraba mientras acompañaba a Maia hacia la camioneta.
—No quiero que vayas —dije serio. Eduardo venía conmigo, se mantenía callado.
—Lo sé, pero es necesario, no quiero una lluvia de balas, no cuando mi hija se encuentra en esa casa.
—Nuestra hija —corregí. Eduardo me miró interrogante, esperaba una explicación que por ahora no le daría.
—Nuestra —repitió, casi poniendo los en blanco—. Necesito que me golpees en la cara —añadió de pronto.
—¿Acaso perdiste la puta cabeza? —Siseé confundido.
—No puedo llegar sin un rasguño, Alejandro, se supone que me secuestraron —explicó lo obvio.
—No te voy a golpear —me mantuve firme y posó sus ojos sobre Eduardo.
—¿Podrías darme un par de golpes aquí? —Señaló varios puntos de su rostro.
Eduardo titubeó un momento, la miró avergonzado y después me miró a mí.
—Ponle un dedo encima y prometo que te romperé las manos. —Me crucé de brazos—. Y sabes cómo lo hago.
Mi amigo le dedicó una mueca de disculpa.
—Lo siento, Maia —murmuró sin más.
—¿Podrías dejar de entrometerte? —Me observó molesta— Solo estoy perdiendo tiempo, por favor, necesito que me golpeen.
Lancé una larga exhalación, la conocía y sabía que no se iba a quedar tranquila, y claro, también entendía su punto, pero me costaba verla herida de la manera que fuera; pese a ello, por el radio mandé llamar a Lorena, una sicaria que llevaba poco tiempo con nosotros, bastante efectiva y buena en lo que hacía. No demoró en venir, casi media el metro noventa, de figura tosca e intimidante, vestía con un pantalón de camuflaje y una blusa blanca ajustada. Maia a su lado era muy pequeña.
—¿Para qué soy buena, señor? —Cuestionó seria.
—Pégale unas cachetadas a mi mujer, de correctivo nada más —ordené, apoyándome contra la puerta de la camioneta. Maia me miró molesta-—. ¿Qué? ¿No querías que te golpearan?

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Peligrosa venganza
General Fiction-Hazlo -dijo ella con el arma apuntando a su corazón. Él tenía su dedo en el gatillo, pero dudaba, era algo que nunca había hecho; mataba sin ningún tipo de miramientos, pero esta vez era diferente. -No seas cobarde... acaba con mi vida de una buena...