capítulo 9

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«¿Cuándo vas a decírselo a Harry?», la pregunta no dejaba de rondar la mente de Rosie. Decirle que se iba al día siguiente. Su abuelo ya había organizado su recogida y fijado la fecha de la fiesta para el fin de semana.
No creía que su partida fuera a sorprender a Harry, porque la semana prometida se había ampliado hasta convertirse en dos. Sólo las continuas llamadas de Socrates le había persuadido para fijar una fecha. Era su abuelo, un hombre que le gustaba y merecía su respeto, y sabía que solo quería lo mejor para ella. Dejar que los días pasan como parte se un sueño al que intentaba aferrarse, aunque llevará las de perder, no era un comportamiento adulto. Estaba embarazada, no podía dejarse llevar eternamente. Tenía que crearse una nueva vida por el bien de su hijo, y su abuelo le estaba ofreciendo el primer paso en ese sentido. Ella se había quedado con Harry con la esperanza de que le demostrará sentimientos que fueran más allá de la cama.
Por desgracia, eso no había ocurrido. No había vuelto a mencionar el matrimonio desde el día que le había dicho que retiraba la oferta. Su silencio era muy ironico  justo cuando Rosie estaba revisando sus propios convicciones y empezando a creer que sí se podía basar un buen matrimonio en algo distinto de la devoción mutua. Harry era muy bueno con ella, ningún hombre la había tratado tan bien antes, y el que ocurriera a diario era digno de tenerse en cuenta.
Había explorado la isla juntos, se había bañado en idílicas playas despiertas y comido en la acogedora taberna del pueblo, junto al puerto, donde los pescadores se acercaban a charlar con Harry sin dar la menor importancia a su  estatus, cosa que Rosie sabía que le encantaba. En la isla no necesitaba guardaespaldas y disfrutaba de su libertad. Incluso la había llevado de pesca, pero eso había sido una calamidad: el movimiento del barco y el olor a pescado la habían mareado y provocado una náuseas irresistibles. Para consolarla, él la había llevado a Rodas al día siguiente, y lo había divertido que prefiera pasear por la ciudad medieval e informarse sobre su historia a ir de tiendas. Aún así, había conseguido complarle un diamante espectacular, que había sido el origen de su única discusión en el tiempo que habían pasado juntos.
–¡Te daré lo que yo quiera! –había clamado Harry cuando ella le dijo que la incomodaba aceptar un regalo tan caro–. Duermes en mi cama y esperas a mi bebé, ¿por qué esperas que te trate como a una mera conocida? Además, ¿qué problema tienes? Todo lo que llevas puesto en este momento hasta las bragas que estoy deseando arrancarte, lo he comprado yo
Esa verdad había caído como un ladrillo sobre la cabeza de Rosie, aplastandola, avergonzado la y enfureciéndola. Pero lo cierto era que después Harry le había pedido perdón, aunque ella no esperaba que lo hiciera: había dicho la verdad.
–No hagas que mi dinero sea una barrera entre nosotros –le había suplicado él esa noche en la cama, tras hacer las paces mediante un explosivo encuentro sexual–. No me niegues el placer de comprarte cosas. Odio que me rechacen.
Ella no podía negar que era muy feliz con él, pero sabía que volver a Atenas e instalarse con su abuelo sería como una traición a los ojos de Harry. Su personalidad era muy de todo o nada. Pero lo cierto era que Harry no le había pedido que viviera con él: si lo hubiera hecho, le habría dicho que sí. Su estancia en la isla parecía poco más que un cambio de rutina para él, pero para ella había significado mucho más.
Rosie dobló otra blusa y la metió en la maleta con un suspiro. Él no le había pedido que se enamorara. De hecho, no habría dudado en decirle que no se molestara en hacerlo. Recordó que la correa y los juguetes de Bas estaban abajo y fue a buscarlos. Como era habitual, Harry había pasado la mañana trabajando en su despacho y no lo había visto desde el desayuno.
Estaba sacando un juguete de goma de debajo de una mesa cuando apareció él.
He hecho suficiente por hoy,  moraki mou –dijo Harry desde el umbral. Tenía el pelo negro revuelto y llevaba una camisa abierta y bañador. Incluso así exudaba un aura de poder y temperamento. Ella lo miró y se le secó la boca. Era tan impresionante que le costaba creer que pudiera ser suyo a largo plazo. Siempre tenía la sensación de estaba a años luz de su  alcance.
–¿Qué haces en el suelo? Pregunto él.
–Buscando los juguetes de Bas –murmuró ella, levantándose y mirándolo con aprecio. Pensó que lo apreciaría mucho más cuando abandonará la isla al día siguiente y Harry dejara de estar disponible.
La idea la deprimía.
–Pide al servicio que los buques –urgió Harry con la calma de un hombre que no hacía nada que pudiera hacer un empleado. Centraba su tiempo y su talento en los negocios y en ser un amante inventivo y excitante.
Sólo con pensarlo, Rosie sintió un cosquilleo en los senos, que desde que el embarazo los había redondeado, llenaban el corpiño de su sencillo vestido de verano. Esas nuevas curvas la divertían, pero estar perdiendo la cintura y no poder meter la tripa no le hacía ninguna gracia. El cuerpo que Harry juraba adorar estaba cambiando y no podía hacer nada al respecto. Tal vez Harry no tardara en dejar de querer arrancarlo las bragas porque estaba perdiendo la figura. Quizás fuera mejor irse antes de que él dejara de desearla, al menos así mantendría su orgullo intacto.
Harry notó que estaba nerviosa y evitaba su mirada. Hacía cuarenta y ocho horas que sabía que algo iba mal, pero no había dicho nada; la experiencia le había demostrado que la distancia era la mejor manera de mantener el poder en cualquier tipo de relación. Pero alguien o algo había robado a Rosie su estusiasmo habitual. Tenía una inmensa capacidad de júbilo y admiraba, apreciaba y valoraba las cosas pequeñas de la vida más que nadie que él conociera. Una puesta de sol, una buena comida o incluso un chiste del pescador iluminaban su sonrisa: era alegre y fácil de contentar. La amante perfecta.
–¿Te encuentras bien? –preguntó Harry de repente, sorprendiéndose a sí mismo. Harry había leído de principio a fin un deprimente libro titulado peligros del embarazo. Conocía a la perfección las señales de peligro y, en silencio, la observaba a diario por si aperecis algún síntoma sospechoso o alguna alteración inquietante.
–Claro que si –sonrió Rosie, que no quería estropear su último día juntos.
Harry pasó los dedos por la cascada de cabello rubio, disfrutando del familiar aroma de  su champú de hierbas. Lo asaltó una cascada de imágenes: Rosie en el barco, sonriendo con entusiasmo, con el pelo alborotado por el viento, antes de marearse; Rosie estudiándolo por la mañana como si fuera la octava maravilla del mundo,  corrigió para sí. Él no era ningún soñador, se conformaba con lo que tenían, le habría gustado parar  el reloj allí mismo, en ese momento. Entonces, ella se acercó y le ofreció su suculento boca.
Él la besó hasta quitarle el aliento y electrizarla de deseo. Ardiente y húmeda, se apretó contra él y suspiro de placer al sentir la dureza de su erección. Él la alzó en brazos y ella rio. Bas bailoteó alrededor de sus pies, suplicando  atención, porque no podía subir las escaleras con la escayola y los sabía.
–Mala suerte, Bas –jadeó Harry, ya entreabriendo sus muslos con la mano y comprobando que estaba tan dispuesta como él. Nunca le había ocurrido eso con otra mujer, esa instantánea conexión sexual, sin importar cuándo o cómo la tocará, ni la hora del día, ni su estado de humor... Para un hombre tan sexual como él, era una cualidad que no tenía precio.
Chocó contra una puerta, porque seguía besándola, y Rosie de rió cuando tropezó y casi cayó dentro de su dormitorio. Puso las manos en su rostro y miró con adoración sus ojos plateados, que seguían hechizandola.
–Adoro tus ojos... ¿te lo he dicho alguna vez?
–Puede que una o dos –su postró enrojeció cuando vio la maleta sobre la cama. Soltó a Rosie al lado–. ¿Qué diablos es esto?
Exigió, abrupto.
–Iba a decírtelo en la cena –Rosie tomó aire–. Socrates va a enviar a un helicóptero para que me recoja mañana.
–¿Y cuando volverás? –el rostro de Harry parecía duro como el granito.
–Voy a quedarme con él, Harry, como prometí hacer –Rosie se enderezó y se estiró la falda del vestido, que tenía subida hasta la cintura.
–Así que te vas y me abandonas –Harry parecía un iceberg, sus ojos oscurecieron.
–No, no es eso –protestó Rosie con desconsuelo–. Sabes que no. Ha organizado una fiesta en mi honor el sábado por la noche... ¿no vas a venir?
–Es la primera noticia que tengo.
¿Cuándo volverás aquí?
–No podemos seguir así indefinidamente –musito Rosie incómoda, intentado encontrar las palabras adecuadas.
–¿Por qué no? –gruño Harry.
–porque tengo que hacer planes y necesito aprovechar le oportunidad de conocer a Socrates. Ningún parientes se ha interesado por mi antes, significa mucho para mí y, además, no es un hombre joven, Harry. ¿Quién sabe cuándo tiempo tendré para conocerlo? –lo miró con ojos verdes cargados de preocupación–. No me pongas difícil hacer lo que me pide mi conciencia.
–No tengo intención de hacerlo, pero, si sales de esta casa, hemos acabado. Te mantendré a ti y al niño, pero seguiré adelante con mi vida.
–Se que estás enfadado conmigo, que tendría que habértelo comentado, ¡Pero eso no es justo! –exclamó Rosie, atenazada  por el pánico–. Puedes verme en Atenas...
–¿Y dormir contigo? No lo creo –desdeñó Harry–. Una vez Socrates te tenga bajo su techo, te reinventara como una virgen vestal.
–¿Una virgen vestal embarazada?
–se mofó Rosie, dolida porque solo hubiera mencionado la necesidad de su cuerpo–. ¿Bromeas? ¿No dirás en serio que lo nuestro ha terminado, verdad?
–sí  –confirmó Harry con frialdad y resolución–. Rara vez digo cosas que no pienso, Rosie. Sí te vas sin mi permiso, hemos terminado.
–Creo, o al menos espero, que te refieras a «aprobación», no a «permiso» –dijo Rosie dolida–. Porque no cecesito tu permiso para nada.
–Tienes razón. No lo necesitas –harry le lanzó una mirada hostil y salió de la habitación. Rosie se sentó al borde de la cama como una sonámbula que despertara en un lugar extraño. Muy extraño. Él no podía decir en serio. No podían haber terminado cuando minutos antes había estado a punto de hacerle el amor. No podía desconectar así. ¿O si podía?
«Terminado», la palabra la estremecía. El estaba enfadado, pero eso no duraría siempre. Su corazón le decía que debía atención a Socrates, pero iba a rasgarse por la mitad si Harry la dejaba sin más. Estaba demasiado acostumbrado a conseguir lo que quería y se portaba como un matón. Pensó, resentida, que utilizaba el chantaje emocional para hacerle daño. Sí fuera débil, su crueldad  funcionaría, pero ella no era débil. Tenía que luchar contra el, resistirse. Él reaccionaria, tenía que reaccionar. Lo amaba, lo amaba incluso cuando se portaba  como un auténtico cerdo. Se dijo que tendría que haber preparado el terreno mejor, haberle  comentado sus planes, no decírselo de sopetón. Ver su maleta a medio hacer había sido como agitar un trapo rojo ante un toro.
«Terminado». ¿Y si lo decía de verdad? Rosie razonó que entonces él no merecía la pena. Las lágrimas anegaron sus ojos y se esforzó por controlarlas. ¡No iba a llorar por un tipo que le lanzaban un ultimátum como si fuera su empleada! Era fuerte y podía disfrutar de la vida sin él. Que le pareciera imposible hacerlo, no era más que una bobada melodramática.

 HerederoWhere stories live. Discover now