Documento extra del diario de Anne Gallagher

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Corría el mes de enero de la mitad del siglo XIX, cuando mis padres se conocieron. Frank Gallagher un ayudante de banquero que trabajaba día y noche por un mísero sueldo se enamoró de una joven costurera de origen judío, llama Catherine Michele.

Mamá trabajaba en un taller cercano al banco y un día como otro cualquiera se cruzaron sus miradas. Se enamoraron al instante. Continuaron su romance hasta que en el mes de julio ella supo que se había quedado embarazada, con tan sólo dieciocho años. Frank pidió el traslado a la ciudad de Edimburgo y fue allí donde encontró trabajo como capataz dentro de una empresa textil y posteriormente como director del banco. Catherine y Frank eran extremadamente felices, ya que mi padre ganaba una fortuna en el banco y mi madre podía permitirse numerosos caprichos. Nueve meses después, en marzo del 51, nací yo. Mi madre me contaba que aquel día, había llovido mucho y se encontraba de camino a la biblioteca, cuando ocurrió mi nacimiento. Llegué como una bendición a aquella majestuosa casa en el centro de la ciudad. Todos los caprichos eran para mí. Mamá siempre estaba conmigo, y decidió abrir un taller de costura en la ciudad. Papá dio el visto bueno y así lo hizo. Mis tardes se dedicaban a jugar entre ovillos de lana y metros y más metros de tela. Cuando entré en el colegio, tenía unos seis/siete años. Me encantaba ir a la escuela. Al principio no tenía muchas amigas, pero después llegó Vanessa Pemberley. Aquella chica de cabellos rubios y mente privilegiada me hizo aprender a valorar el sentido del deber y del aprendizaje.

Mi querida madre, veía que yo me sentía sola, entonces quiso darme un hermano, para poder jugar con él y quererlo mucho. Todos los días miraba su vientre hinchado profundamente esperando que aquel bebé saliese de allí, pero eso no fue así. Un día mamá comenzó a encontrarse mal y su vientre se quedó llano. Vistió de negro durante más de dos años, hasta que colmó su felicidad conmigo.

Vanessa y yo por fin, acabábamos el colegio, a nuestra tierna edad de diez años. Nos sentíamos ambas como hermanas, aunque ella no fuese hija única. Todas las tardes explorábamos la ciudad. Visitábamos las recónditas hendiduras del Castillo de Edimburgo, y nos divertíamos en grande. Cierto día, como casi toda la desgracia de la historia de mi vida, el padre de Vanessa tuvo que marcharse a Irlanda, y nos separamos inconscientemente. Cuando cumplí doce años mamá decidió enviarme a un colegio privado, en el cual debía permanecer interna. Se llamaba St. Giles College, y lo administraba un rector muy anciano que era sacerdote. Las monjas de allí nunca se llevaron bien conmigo, pese a que yo me esforzaba en estudiar, no encontraba mi vocación allí, ya que todas las alumnas sólo pensaban en instruirse, y ni un minuto en conocerse. Cómo te eché de menos en aquella época Vanessa.

Terminado el curso en el internado recibí la noticia de mi vida. Mi madre, había tenido una niña hacia solo unos meses, la cual fue bautizada con el nombre de Elizabeth. No es que tuviese envidia de ella, pero desde que yo llegué a casa siempre se hablaba del bebé. En las comidas, en las recepciones, en la cena, sin olvidarnos de cuando las amigas de mamá venían a tomar el té. Yo, me aferré en mi estudio, y en comportarme como una señorita. Pronto, sería presentada en sociedad, muy pronto. Al menos eso pensaba yo.

A principios del año 1865 el banco en el que trabajaba mi padre quebró, y él fue despedido. Papá nos decía que no teníamos nada que temer, puesto que teníamos muchos ahorros y podríamos salir adelante, mientras el negocio de mamá fuese bien. La desgracia aconteció cuando las deudas del taller salieron a flote, y mamá no pudo sostenerlo más. Papá enfermó de tuberculosis a mediados de año, y las tres fuimos trasladadas a una casa que Frank compró anticipadamente por planes de futuro. Yo dejé el colegio privado y me quedé en casa cuidando de mamá y de mi hermana. Mi padre, mi querido padre, nos dejó una mañana de junio, cuando su luz terminó por apagarse; tenía treinta y seis años. Lo enterramos con el poco dinero que nos quedaba y mamá perdió la cabeza en los meses venideros. Se pasaba el día encerrada en la salita de té. Poco después las dos únicas criadas que teníamos nos abandonaron, y nuestra familia quedó marcada por la desgracia con un titular de periódico: "Los Gallagher acaban su fortuna". Mamá fue internada en un sanatorio para persona con problemas mentales y nunca más volvió a salir.

La hermana de mi padre, Constance se había convertido en la esposa de un conde del sur de Inglaterra que vivía en Londres, y mi hermana y yo, decidimos ir con ella para asegurarnos un futuro. Ella, no estaba muy por la labor de cuidarnos, así que, nos envió a una especie de colegio-orfanato, llamado St. Robert College. Yo tenía catorce años, y mi hermana únicamente dos. Allí fue donde me colmé de felicidad, ya que aunque al principio no hice buenas migas con las monjas, después no podía separarme de ellas. Mi afición por leer se cultivó allí, y por eso obtuve mi primer empleo como bibliotecaria. Aquel trabajo me permitía saltarme horas de estudio para poder cuidar de mi hermana, que más bien parecía mi hija. También aprendí a coser, a perfeccionar mi escritura y a tener mi propia responsabilidad.

Cuando cumplí dieciocho años pude salir del colegio, alquilé un apartamento en Londres y trabajé como ayudante en una oficina de correo y todas las semanas enviaba la mitad de mi sueldo para la manutención de mi hermana y sus estudios. Por fin empezaba a levantar cabeza, pero llegó el punto álgido de mi felicidad. Se llamaba Charles Hayes, y me enamoré perdidamente de él. Charles trabajaba en la imprenta del "The Times" y los fines de semana quedábamos para ir a pasear al parque y al campo. Aquel amor casi infinito e inagotable duró tres largos años. Todo era perfecto, pero nuevamente el destino se puso en mi contra y me lo arrebató. De camino al taller, en uno de los callejones, pude divisar como los labios de Charles y la hija del conde Rosvelt se chocaban. Me acerqué a ellos y sin ninguna pregunta estampé mi puño en los morros de Charles, dejándole los labios partidos. Hice una reverencia a la muchacha y me retiré hasta mi apartamento. Me pasé los días llorando amargamente, alimentándome únicamente de pan y agua para no desfallecer.

Pronto llegó el invierno a Londres, mucho menos frío que en mi amada Edimburgo y trajo consigo un telegrama que me devolvió a la vida. Por fin habían contestado a mis cartas. La familia Olneix, unos marqueses muy adinerados, que residían en Edimburgo me había contactado para que fuese la institutriz de mademoiselle Alisse. Una niña de seis años que sería la heredera de una gran fortuna. Sin pensármelo dos veces fui a la oficina e hice que enviasen mi confirmación. Pensé en mi hermana... jamás me habían separado tanto de ella, pero bueno, ahora no eran motivos para quedarme en Londres para siempre. Fui al colegio e informé a mi hermana que me dio su total conformidad, con la tregua de que la visitase con frecuencia. Les dije a las monjitas que les enviaría el dinero desde allí y también aceptaron la propuesta. Hice mi equipaje y me trasladé a Edimburgo. La historia de los Gallagher ya había caído en el olvido y por eso, nadie me conocía allí. Edimburgo, mi querida ciudad no había cambiado nada.

La casa de los Olneix se encontraba erguida en una de las partes más altas de la ciudad y tenían de todo. Numerosos jardines, salas de té, también para las recepciones, una biblioteca inmensa con montones de libros... aquello me alegraba muchísimo. Alisse era una niña encantadora y yo estaba más satisfecha que nunca en toda mi vida. Los padres de la niña eran muy rectos pero a la vez afables, incluido el servicio siempre me agradecía que cuidase de la niña. Elsie, la primera doncella me regañaba cuando pretendía jugar con Alisse, pero siempre terminaba riéndose y traveseando con nosotras.

Llegó un telegrama del sanatorio de mamá. Una deficiente mental había incendiado el edificio y todas las internas habían muerto abrasadas. No podía creerlo, siempre que mi vida se enderezaba había algo en el destino que me lo troncaba. No era nada justo para mí, ni para mi hermana. Nunca fui sincera con ella... le dije que nuestros padres habían muerto poco después de que ella naciese, y ella me creyó. No estaba preparada para contarle la verdad, al menos, no todavía.

Los primeros años viví como interna en casa de los Olneix, pero al llegar el hijo mayor de estos, Monsieur André, a finales de los setenta tuve que buscarme un apartamento en Edimburgo. Y así me encontraba, en mi apartamento sin chimenea cuando me disponía a leer un libro que me recomendó la señora Olneix, se llamaba "Mary: a Fiction", escrito por la célebre Mary Wollstonecraft...

Aquella tarde de inviernoWhere stories live. Discover now