Libro 6: Seduciendo a un desconocido

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Bien, ahora os explicaré quién fue la joven que me salvó de morir calcinada en mi propia casa. Aquella chica de cabello rubio, ojos grandes y castaños y labios pequeños se llamaba Samantha Stuart. Vivía a las afueras de Edimburgo en una casa solitaria de la periferia. Tenía treinta años. Según me contó trabajaba en una floristería y estaba prometida con un barón muy importante, pero los padres aún no habían dado el consentimiento. Si me lo permitís os hablaré un poco más de ella. Nació en Edimburgo en el seno de una familia de clase humilde (como yo), cuando cumplió los quince fue contratada en una floristería muy cercana al ayuntamiento. Una mañana de febrero, un hombre corpulento entró en el establecimiento acompañado de un oficial de la guardia inglesa. El barón le destacó que el oficial necesitaba unas violetas y unas margaritas para regalarle a su esposa en San Valentín, y automáticamente ellos se miraron. Los ojos melosos del barón la examinaron lentamente y sonrió. A partir de ahí volvía todos los días a la floristería para “encargar” flores para su supuesta novia, cuando en realidad lo hacía para ver a Samantha.

Ella se tenía que marchar, así que, la acompañé a la puerta. Tras esto miré debajo de mi cama, ahí estaba aún el último libro. No quería que las fantásticas historias acabasen, pero tarde o temprano me picaría la curiosidad y hojearía sus páginas. Está bien, mi subconsciente me obligaba. Tomé el libro en mis manos y lo apreté con fuerza.

Examiné la cubierta, era de un color verde muy vivo y se titulaba “Seduciendo a un desconocido”, que bien, otro libro romántico. Lo que más me llamó la atención fue que la autora era Miss Lizzy Bennet. ¿Sería un libro de Jane Austen? ¿O es que quizá el personaje de Orgullo y Prejuicio existió alguna vez? Yo no lo sabía… Ahora sí que estaba realmente picada con la idea de empezar a leerlo.

En el primer capítulo se describía a una chica llamada Margaret de veinticinco años muy agraciada, era la hija de un ex militar, y se estaba vistiendo con la ayuda de su criada, Grace. Hasta ahí podía deducir que se trataba de una de esas niñas ricas y mimadas, (un poco tarde para presentarla en sociedad…) Continué leyendo unas páginas más, y concilié el sueño.

Me encontraba en una casa de la alta sociedad londinense, todo era igual a mi época, parecía que era incluso más real que las otras experiencias. Miré por la ventana desde la habitación donde estaba. Carruajes y carruajes llegaban con el soniquete hasta aquella casa, y de dentro descendían auténticas figuras de la aristocracia actual. Tomé uno de aquellos vestidos tan lujosos, ya que no podía presentarme como una pordiosera y bajé lentamente las escaleras para infiltrarme entre la gente. Por la descripción del libro no tardé en dar con Margaret, pero de pronto choqué con una mujer que se dirigía hacia ella. Una vieja-joven, la llamaría yo. Una mujer de cincuenta años que vestía como si tuviese veinte. Se llamaba… Lady Ruttland.

-¡Apartad de mi camino impertinente muchacha, he de recibir a la señorita Margaret! –dijo la vieja apartándome de un gran empujón.

Al ser empujada por aquella maleducada, decidí salir fuera. Después de comerla el tarro y de que todas las demás damas la rodeasen Margaret me siguió con profundo interés.

-¡Espere por favor! –expresó la muchacha tras perseguirme.

-¿Se dirige a mí señorita? –mostré indiferencia en mi comentario.

-Sí, siento mucho el ridículo que le ha hecho pasar Lady Ruttland, a veces es… un tanto fastidiosa.

-No os preocupéis querida, no pasa nada. Soy Anne Gallagher, es un placer.

-Yo me llamo Margaret, Margaret Hamilton.

Hablamos durante un rato, se sorprendió mucho al saber que yo era institutriz y que me habían invitado a una fiesta de categoría. A mi impresión como yo diría, tenía un hablar campechano y humilde. No quise destacar en el año que vivía, porque casi estábamos en el mismo. Caminamos durante un rato por los jardines, y oímos un ruido muy extraño. Venía de una especie de invernadero. Todo eran risas y cachondeo. La curiosidad nos pudo y observamos por la rendija de la puerta lo que ocurría dentro. Había un hombre bastante apuesto, y una mujer que parecía ser demasiado joven para él. Ya os imagináis lo que ocurría, Margaret se sonrojó y yo la pedí que volviese a la fiesta. Pretendía marcharme yo también pero mi curiosidad (no de mirona) me impedía moverme de allí sin saber quién era aquel hombre. Se movieron y ya no pude ver nada. Caminé sigilosamente buscando una ventana abierta para saber de quién se trataba, pero en el intento, tropecé con una piedra y caí al suelo golpeándome la cabeza.

Llegó el día y me desperté con el trino de los pájaros. Me dolían las sienes. Del invernadero salió el aquel hombre vistiéndose a toda prisa y de allí también siguiéndolo una muchacha muy pequeña. Él pretendía quitársela de encima, pero ella muy pesada le cogía la ropa para evitar que se la pusiese. Me escondí tras un árbol pero desafortunadamente pisé una rama que estalló como si se hubiese caído una mesa llena de jarrones. La muchacha entró de nuevo al invernadero creyendo que encontraría allí al culpable y además podría terminar de recoger su ropa. El avispado hombre miró hacia mi posición y habló con fuerza.

-¿Quién anda ahí? –preguntó con seriedad.

-Discúlpeme señor, me perdí en el jardín y bueno… aquí estoy –dije haciendo una reverencia.

-¿No habrás visto nada de lo que te arrepientas, verdad?

-No señor. Acabo de salir ahora al jardín –mentí. Soy Anne Gallagher, un placer.

-Yo soy William, un conde respetable –expresó dudando en cada palabra. ¿Vos posee algún título o alguna distinción hermosa dama?

-Ehm… sí –musité insegura. Soy… la marquesa… la marquesa de Michele. (Era el apellido de soltera de mi madre)

Muy bien, seguidme querida, no quiero que nos vean entrar juntos y piensen cosas que no son. Nos escondimos tras unos arbustos esperando hasta que una pareja que había en la terraza entrase. Nos dio tiempo a hablar mucho, mentí varias veces pero su mirada no dejaba de posarse en mi pecho realzado por un broche de pedrería. Me contó que mucha gente lo creía como un vivalavida, y que nadie tenía confianza en él. Le dije que muy pronto encontraría el amor, lo presentía con todas mis fuerzas. Sentía un fuerte dolor en las sienes que hizo que mi visión se paralizase y volví a mi apartamento ipso facto.

Todo había acabado, ya no habría más libros y las esperanzas de aislarme de este cruel e inhóspito mundo  se fueron con aquellos libros.

Semanas después volvía a quedar con Samantha a tomar el té, jugábamos a las cartas y hablábamos de hombres. Nos hicimos muy amigas, pero un día invitamos al barón. Era clavado y calcado al conde que había conocido en aquellos verdes arbustos, y también nos hicimos amigos. En la primavera del mismo año los padres de Harry (que era como se llamaba el barón) aceptaron el compromiso de ambos y se casaron en una parroquia cercana a Edimburgo. Fue una boda fantástica, banquete y baile extraordinarios, conocí muchísima gente y salí de aquella monótona vida que se arraigaba a aquel apartamento y a mi trabajo como institutriz. Conseguí por fin que Mademoiselle Alisse aprendiese a hablar el escocés (con un acento muy logrado).

En el mes de junio la familia Olneix me invitó a ir con ellos a sus matutinas vacaciones de verano en París, donde mi historia, aún no había acabado.

Anne Gallagher

Aquella tarde de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora