1. 𝑈𝑛𝑎 𝑠𝑜𝑛𝑟𝑖𝑠𝑎

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Lᴇᴏɴ miraba a Ahsley llorar en los brazos de su padre. Con tan emotivo escenario, podía dar su misión por terminada, pero no.

Debía esperar las palmaditas en la espalda antes de largarse, los interminables elogios a su valentía, que, más que halagarlo, le recordaban siempre al truco del payaso jalando una hilera de pañuelos coloridos de su bolsillo. La invitación a la cena de protocolo en la que, más que celebrar sus hazañas, tenía que tener cuidado de no quedar mal manchando su camisa. Habría comida, un piano, licor caro, una medalla brillante y un montón de hombres que lo doblaban en edad diciéndole que "le esperaban grandes cosas".

Ojalá las "grandes cosas" fueran vacaciones pagadas y un retiro temprano, se lo merecía, luego de cargarse a un pueblo entero y de asesinar y ver morir a sus amigos, sería lo menos que podían ofrecerle. Pero no, de nuevo no. Lo más probable sería que lo usaran como androide de batalla y que consumieran su vida hasta hacerle olvidar por qué tenía sentido vivirla.

Los flashes de recuerdos destellaban en su memoria: monstruos descomunales, mitad arácnidos, mitad humanos, inmortales, conteniendo las balas de escopeta como si les dispararan con marshmelos. Monstruos en el lago, monstruos en el aire, monstruos en la aldea, voladores, andantes, pensantes, controlados por Osmund Saddler con su vara y su capucha de arzobispo degenerado. Luis... Ada... El tipo que le suministraba armas... Nada sonaría plausible cuando escribiera su reporte, ¿qué tanto iban a creerle? Al menos tenía a la miedosa de Ashley para corroborar los hechos. De lo contrario, probablemente ni él mismo sería capaz de creerlos.

Por fin el presidente se acercó a iniciar el ritual. Leon estiró la mano para recibir las felicitaciones, pero el mandatario se lanzó a abrazarlo.    

—No tengo con qué pagarte. Mi familia está en deuda...

Leon apretó los labios y le palmeó la espalda amistosamente. La mejor forma de pagar la deuda sería dejarlo marcharse a descansar.

—De ninguna manera, señor Presidente —respondió cortésmente.

Graham se apartó y lo sujetó por los hombros.

—Te esperan grandes cosas, muchacho...

"Me espera el manicomio...", pensó Leon, pero asintió sin decir nada y acto seguido sintió los enclenques brazos de Ahsley colgándose a su cuello.

—¡Eres mi héroe! —chilló la frágil chica directo a su oído.

Leon no pudo esconder su incomodidad, pero se tomó las cosas con buen humor y solo se rio. Entonces se oyó otra voz femenina.

—Basta, Ashley. Estás incomodando al agente.

Ashley se apartó de Leon con otro chillido y fue hasta donde estaba la dueña de la voz.  

—¡¡¡Mamáááá!!! —gritó con más ahínco y se abalanzó sobre ella.

—Mi niña... me alegra tanto que estés a salvo —. La recibió la mujer entre sus brazos.

—Perdone, señor, pero necesitamos llevar a la señorita Graham con los paramédicos —interrumpió uno de los guardias.

Ashley se soltó de su madre.

—Ve, cariño. En un minuto estaré contigo...

La chica se fue escoltada hacia la ambulancia. Leon se quedó esperando que lo invitaran a recibir asistencia médica también.    

—No puedo estar más agradecido —volvió a hablar Graham viendo a su hija, viva, caminar hacia la ambulancia.  

Leon quería contestar, pero en ese mismo instante la esposa del presidente evocó una sonrisa que lo dejó sin aliento; sus labios rojos y abundantes ajustándose divinamente en aquel gesto afable, los sutiles hoyuelos en sus mejillas.

—Era mi... deber... —repuso Leon apenas.

Sacudió sus ideas y guardó la compostura, debía estar muy cansado o muy loco como para ponerse a admirar la belleza de una mujer casada, de la mujer casada con el hombre más importante del país. Pero volvió a mirarla y la imagen lo hizo entrar en trance de nuevo. Ella tendría unos cuarenta y pico años, rubia, de ojos verdes transparentes, piel clara, nariz pequeña.       

—Así es, Leon. Le debemos la vida de nuestra hija —habló la mujer arrancándolo de sus pensamientos.

—Fue un honor... —dijo Leon y disimuló para no poner incómodo a nadie con sus inapropiadas miradas.

—Agente Kennedy, necesitamos que vaya a la clínica también —le indicó el guardia de seguridad.

Leon asintió y se despidió. Los Graham lo dejaron ir y se quedaron parados en medio del jardín, inmóviles, con aquel gesto de gratitud en sus rostros y tomados del brazo como para una fotografía perfecta de la pareja perfecta.

Y Leon deseó no ser él mismo, el perfecto policía con perfecta suerte que salía vivo de cada encomienda riesgosa, sino que quiso ser el tipo que se quedaba en casa a recibir el calor y el amor de su adorable esposa.

Tus labios sobre los míosWhere stories live. Discover now