5. 𝐶𝑙𝑖𝑛𝑔 𝑐𝑙𝑖𝑛𝑔 𝑐𝑙𝑖𝑛𝑔

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Lᴇᴏɴ sᴀʟɪó de la bodega con la cara ligeramente sudorosa, aún agitado, terminando de procesar las sensaciones que viajaban por su cuerpo y la erección a medio camino de apagarse. Se topó con Claire y no supo cómo actuar. 

Ella lo miró y no tardó mucho en armar la situación en su cabeza. No le dijo nada. Acercó la mano con la intención de comprobar si la mancha roja sobre su cuello era brillo labial, pero se arrepintió porque no quería tocar la saliva de otra persona.

—Mejor que te limpies —le dijo poniendo cierta expresión de asco, y dio media vuelta para volver al jardín.

—Claire, aguarda —. Leon fue tras ella.

Claire atravesaba la cocina con seguridad y calma, como si estuviera en su propia casa. Tomó una servilleta de papel del mesón, volteó y se la estampó a Leon sobre el pecho.

—¡Límpiate! —le ordenó —. Se verá muy mal que tengas el color de la boca de la esposa del presidente marcada en el cuello.

Leon se escandalizó esperando que hubiera un humillante silencio ante la revelación, pero los cocineros no se inmutaron en lo más mínimo. Tomó la servilleta y se limpió las manchas, Claire siguió caminando.

—Por favor, espera... —insistió él en detenerla.

Atravesaron la puerta hacia el largo pasillo que llevaba al jardín.

—¡Claire! —elevó Leon la voz y dio una zancada para alcanzarla, tomándola por el codo y obligándola a volverse hacia él.

Claire se soltó con un movimiento brusco.

—Dijiste que te ayudaría a espantar a una chiquilla, no que sería tu coartada para... ¡¿Acaso te volviste loco?! —le gritó.

—Claire, escucha, no es lo que... —iba a justificarse Leon, pero en ese preciso instante apareció la mujer del presidente cruzando la misma puerta que ellos dos acababan de cruzar.

Los tres se quedaron congelados. Claire los miró a ambos intercaladamente, tratando de decidir si debía regañarlos o si solo irse dramáticamente. Luego miró a Leon.

—No diré nada por iniciativa propia, pero si alguien me lo pregunta, no esperes que te encubra...

Y entonces se fue, dramáticamente, luego de echarles una mirada de asco a ambos.

Agatha sonrió a medias, Leon sintió que la vergüenza y la rabia le bajaban por las piernas con más intensidad que el placer del reciente orgasmo. Se volteó a verla y le clavó los ojos.

—¿Qué diablos pretendes? —le preguntó, ofendido como una doncella victoriana.

—Leon, yo no... —decía ella, pero se abrió la puerta y salieron una hilera de carritos con comida, que a toda marcha se dirigían a servir la cena.

Tus labios sobre los míosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora